Soñé con llamas cubiertas de estandartes,
sus cuerpos eran brasa domada por la honra,
marchaban con el silencio de los confines
como el ejército antiguo de mis dolores.
Sobre ellas cabalgaban guerreros del sueño,
con pechos de escudo, rojos de coraje,
con ojos que miraban la sangre de los soles,
la sangre de sí mismos en los arroyuelos.
Yo llevaba puesta la única armadura
que llevan los cuerpos de la desmemoria
al sitio donde el alma olvida su obediencia
y es hermosa e inevitable la riña.
Desperté, el pecho ardiendo como un campo,
el azor sobrevolando mi frente en la altura.
En mí, además del labio, algo vestía de rojo:
arúspice esparciendo llamas sobre las llamas.