El día que conocí a mi hijo,
diecinueve de enero de dos mil veintitrés,
se estremeció la tierra de Tegucigalpa,
se elevaron las aguas del Humuya
y todas las artesanías de Siguatepeque
se levantaron del suelo al unísono.
Mi corazón se rebobinó ese jueves en que
se le cayeron los dientes a los elotes,
cantaban la misma canción las niñas
por las cuestas de las Colonias e Isel
se puso un manto de espacio-tiempo
en cuya curvatura murmuraba Dios.
Era un día cualquiera entre semana,
de alegría lloraba Santa Rosa, el mundo
o yo era un cúmulo de temblores,
había en el aire rumores y estelas,
fue así de simple el día en que conocí a mi hijo:
diecinueve de enero de dos mil veintitrés.