Yo también fui joven en otro cuerpo
y reuní en torno a mí todas las señales,
mi corazón estaba solo y desatendido
como están generalmente los corazones
que aman sin reserva.
Era mío absoluto el don del aguacero,
fijaos, no era racional y de ahí mi compostura,
fijaos, yo más que un ser era una bestia
visible como el trino y no tanto como el oso
cuya zarpa miente y duda.
No recuerdo haber tenido frío o mancuerna,
tuve masa y volumen pero nunca cuerpo;
mitad película, mitad bruma, mitad tesoro,
yo era un salir de mí mismo hasta el punto
de no tener cirio ni puerta.
Y puesto que, además, mi vida era un secreto,
mantenido frío, concreto e incluso soslayado,
podía dejar de mirar, de sentir y de ser persona,
y así conseguía dibujar en cemento la huebra:
esa fila de pájaros y loanzas.
Y ahora que queda de mí este castillo atacado,
con su torre para el fuego, la ida y el poema,
recuerdo mirar por el esmeril —rojo, huidero—,
y preguntarme por qué no me alcancé cuando
de un solo ladrido pude hacerlo.
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