El triunfo de Eris, de Antonio Ramírez |
Cómo
uno dice
el mundo es la manera que uno tiene de crearlo, de recrearlo.
...abre tu pecho al
oro ciego de la noche...
Todos los caminos,
todos los rodeos conducen a la luz del mar...
Hay un misterio en
todo, brillando en la sal y en el zumbido de Agosto, luminoso como
una vocal helénica...
...oh inmenso poema
que se borra al mismo tiempo que se escribe.
En tu gran poema me
pierdo, en esa magna dispersión que nos une.
...yo celebro el
ascenso vertical de la calandria...
...agachados a la
sombra de los umbrales, en las puertas rematadas con zócalos de
color ocre, los artesanos trabajan el esparto, inmunes al rojo
aullido de los lobos.
...bajo la honda
pirita de la luna.
Mi canto sea el de
los que pasan, el de los que no conocen refugio...
...con las pupilas
vueltas hacia dentro...
...ninguna llanura
es infinita.
...como un viento de
mil cabezas...
...azules hachas
chocando contra esternones o contra occipucios.
...cirros de
ondulados mechones.
Pero toda la tierra
es hogar, porque ningún sitio es morada. Vagar es el destino de este
pueblo, cuya patria es la legua de terreno donde pisa su caballo...
Pues el pasado no
existe, y el futuro ya ha sucedido. Y no hay tarea mayor, ni más
excelsa, que mirar a lo lejos, en lo alto de los nervudos caballos de
grises vedejas, cómo la estepa desaparece en el fuego del horizonte.
Magnitud sin límites
del mundo, ante tus ojos. Bueno es lo malo, y para engañarte fue
creado todo, para que nunca lo comprendas. La rosa de titanio se
abre: en su interior hay bosques espesos, hay llanuras. Huye de ella,
escapa hacia los dólmenes transparentes de las estepas sin caminos.
No hay cansancio: tu aliento es el universo entero.
Y el viento,
convertido en pez, se desliza entre los muslos de las mujeres que
orinan, en cuclillas, a cielo abierto.
Y a lo lejos, el
bélico bebedor de kumis, avanzando al galope, con una flecha clavada
en la mejilla.
Por la sangre de los
caballos fluye el universo entero, por la sangre de los ciervos,
música de los guijarros, oh vasta noche asiática.
Apréndelo de una
vez por todas, guerrero de cóncava aljaba: todo está en ninguna
parte.
La vida dura sólo
un segundo, un segundo largo y hondo como un millar de bosques, y no
termina nunca. Y tumbados entre los carrizales, el viento es como un
libro que sólo los que están en calma saben leer.
No llegar nunca,
estar siempre en camino. Y cuando se cree haber llegado, comprender
el engaño, saber que es sólo una pausa más, otro comienzo de una
aún más larga marcha.
Una vida es poco,
siempre demasiado poco. Pero una sola vida abarca la respiración de
los astros, cumple su viaje diminuto, inconmensurable.
Cierra los ojos: lo
que entonces veas será tu única morada.
El cielo y la tierra
copularon, y parieron, entre relámpagos, un árbol de fuego.
...el horizonte ya
no es límite, sino el umbral hacia otra parte.
...el pico
versicolor de los tucanes...
Pues las estrellas
fluyen por tu sangre y tu sangre palpita en la más remota de las
galaxias.
Pues sólo el que
siempre está de paso sabe que el pasado y el futuro no existen...
...los ojos verdes
de un pájaro que es un tigre, curvo sobre el tronco cuya corteza
araña.
Por tus anchas
branquias, oh mundo de mil nombres, discurren la clorofila y las
aguas vagabundas; y yo escucho tu bárbaro poema, épico cántico de
oleadas convulsas por las que circula, perturbadora, la aromática
frase de los vientos.
Y el mar a lo lejos,
coloso de cintura de ola, vibrando bajo un cielo estático en el
resplandor orbital de los atolones.
Oh, bajo el cielo
admirable el mundo va componiendo palabra a palabra, ritmo a ritmo,
el vasto y robusto friso del poema.
En los límites está
tu pulso, mundo de frágiles vuelos.
Dices: Mañana, y el
corazón se llena de águilas blancas.
...las montañas
incógnitas...
El fin es sólo el
comienzo, un seguir palpitando.
Existir no es un
peso, sino un liviano elevarse.
Que tu vida sea de la materia del
viento: pasar, pasar siempre, en una ráfaga: nada importa cuando
nada es tuyo, y por eso lo posees todo.
Porque la muerte, como todo, es también
mentira.
Es sólo ahora, no hay nada: sólo el
broncíneo estridular de las cigarras.
Noche, honda eclosión de ópalos
dorados, tu respiración es tumultuosa como la de un potro salvaje.
Pues incluso inmóvil, quieto en el
mismo sitio durante años, tu vida huye sin descanso, irrepresable,
hacia allí, hacia ninguna parte, pues esa es su naturaleza.
Basta un estremecimiento de los
abedules para sentir que uno es algo más que uno mismo, que lo más
íntimo de cada uno vaga con el viento, entre las hojas.
Los pubis de ópalo de las muchachas
irradian una luz expansiva. La cabeza empenachada del guerrero
aborigen vibra como una antorcha erecta.
Pues todo cabe en el mundo: la sobria
rosa y la profusa orquídea, el asfodelo hediondo y el fragante
filodendro, el sociable herrerillo y la nemorosa tangara, el procaz
macaco y el clandestino okapi.
Y el destructor de los bosques, el
hombre de piel blanca y mente enferma, sólo ama el dinero y el
número - ¿acaso Dinero y Número no son uno y lo mismo?-. Y su amor
al número es proporcional a su odio a la vida, y su odio a la
multiplicidad es proporcional a su obsesión con lo uno. Mas él
también, y todos los oropeles de su soberbia, serán sólo carroña
lacerada en el vendaval inmisericorde del tiempo. Descanse en paz, y
que el humilde acanto y el torvisco y el oloroso toronjil florezcan
siempre sobre las ruinas de sus fútiles civilizaciones.
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