Antes de que llegara a nuestra vida la epopeya,
todo era simple como un manojo de flores
cogidas con la arrugada mano del tiempo:
orvallo que caía sobre tu cabeza y la mía.
Se sucedían las tardes borrosas y azules,
viajábamos sin ruedas, comíamos aire puro
en montañas desde las que no podía verse
ni nuestra figura. El amor era un ascua viva.
Paseos largos por parques, cuadros y películas
nos llevaban a encuentros propios inauditos,
hacíamos el amor de memoria en cines viejos
y el mañana era ese túnel que aún no existía.
Igual que nuestra frente el amor se puso añejo,
esperando en el hijo la llama nueva, voladuras
de esperanza rayaban océanos, nos anunciaron
entonces que tendríamos un niño por etapas.
Y ahí se abrió el agua del letargo frío y lento,
el amor también habita en cuevas y duerme
protegido de la distancia, a deshora y vivo
todavía su brasa en la cara aún se enciende.
Nada se acabó aún sino que se ha repartido,
el amor se colecciona y se presta, se retuerce
y luego descansa en las venidas nuevas.
Ahora está en ti, en mí y en el hijo nuestro.
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