Tantas veces me despierto junto a los pájaros
que a menudo me pregunto si no seré uno de ellos,
metido en la jaula humana de la vida,
obligado a andar y a ser piedra y volunto.
Me asomo a la ventana y junto a ellos canto
la luz que en las nubes se refleja, el día que
está a punto de alzarse y romperse en mi boca:
pico que de tanto asustarse ya solo murmura.
Hay un aire aún valioso a primera hora de la maraña,
un aire de ala predilecto del vuelo,
en su corriente se desliza mi pulmón y mi pluma
y el grito enfurecido de mi encierro surge.
Ningún lobo chilla desde el perfil de mi ventana,
solo el ave de mi arteria,
el pájaro más pequeño capaz de anidar en un ojo,
el ojo más nimio capaz de habitar un susto que vuela.
Invento a estas horas cómo será el amanecer,
si las raíces alumbrarán la farola del día
o será de noche toda la vida y yo canto
incesante lo que nunca llega,
lo que una vez escuché en los barros de los libros.
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