miércoles, 5 de diciembre de 2012

Esquilando saetas


En Torrenueva, como en cualquier otro sitio, hay cosas típicas que no cambian con el tiempo; por ejemplo, a las 7:30 en punto sale el sol en verano por entre donde no se acierta a ver el cabo Sacratiff, la señora del puesto de chucherías se echa una siesta delante de su puesto en el paseo, los panaderos tocan el claxon a las nueve cerca del Maraute o a las 12:30 se empieza a llenar de no jubilados el hogar de los jubilados pues el tercio cuesta un euro y la Dulce pone unas tapas que pa qué. También cuando cae la tarde y las palmeras extienden su risa por la arena del Mediterráneo una pareja mayor pasea por la playa. No son diferentes del pescadero, del carnicero o del cura, sólo son otro emblema del lugar, otro reclamo sin el cual Torrenueva no podría ser la misma. Son Juan y Angelita bien vestidos, viejitos y hermosos caminando de la mano, saludando a todo el mundo en su paseo. Él, con su camisa de rayas, su pelo abundante y blanquecino y su sonrisa de cantaor; ella con su vestido de flores, su pelo tintado al negro azabache y su alzheimer que a penas se le nota si no hablas con ella más de tres milisegundos. Caminan como una pareja de artistas que acabaran de inventar el cubismo: elegantes, pequeños y simpáticos; cualquiera que los conozca no podría decir de alguien que se quiera más o que se quiera mejor.



Los conozco casi desde que nací. Juan es el andaluz lleno de parras y olivos que tiene una voz de flamenco y poesía que rompe con el sentido de los candados. Angelita es una uva preciosa que jamás ha dejado de sonreír y que acumula en sus ojos oscuros todo el teatro de Lorca elevando a la enésima potencia. Se han querido tanto que el hecho, además, de que no hayan tenido hijos, deja la metáfora de la máquina que aprieta los coches hasta dejarlos cúbicos o el hecho de la explosión de las supernovas en meras metáforas que no les llegan a ellos ni a las suelas de su amor. Jamás los he visto pasear por el paseo de Torrenueva sin sus manos apretadas como tampoco los he visto jamás repletos de ese aura que deja la absoluta comprensión y el absoluto reconocimiento en las personas. Tenían ese enigma perfecto que precisa todo científico para entusiasmarse, ese verso equivocado que todo poeta desea encontrar. Yo los miraba desde mi cetro impoluto desenvolverse por entre las intrincadas voces del silencio, caminar por los guijarros del patio sin estropear a la rosa, mancillar con su felicidad toda galaxia de mi complejo telescopio. Juro que no había nada que reprochar en ellos, biológicamente habían corrompido a la materia para mejorarla desde el espíritu, conformando un especimen único imposible de derribar.



Juan y yo protagonizábamos improvisados recitales en las calles o en el paseo cuando él me retaba a su manera con conocidos dichos de antaño o cuando por sí sola le surgía la rima como recordando un siniestro o una antigua coplilla llena de arados o de hierba y que él tenía cosida en la retina de su cuello. Entonces, cada vez que yo me lanzaba con mis poemas llenos de abuelos y de aceite, con mis canciones llenas de madrinas y de agua de mar, él se emocionaba plenamente, con una admiración que sólo expresan los marineros o los campesinos, una honda comprensión del aquelarre con que la vida ha ido fumigando sus desiertos. Pero no había en todo ello nada tan hermoso como verlo cantar.



Cuando en Julio sacaban los habitantes del lugar a la virgen del Carmen y la paseaban por la playa o la ponían frente a los fuegos artificiales que llenaban el verano de música a destiempo y explosiones de color siempre, en algún rincón inesperado o desde cualquier balcón vacío de sospecha, Juan entonaba una hermosa saeta a la figura. Nunca, de todas las veces que lo he escuchado, me ha dado tiempo a memorizar la letra o a entender la palabra; jamás. Siempre, en cambio, me he visto superado por la forma con la que él encaraba la saeta. Con su mano derecha firme y la izquierda a saber, empezaba su plegaria con una voz inmensa y repleta, como llena de divina inspiración. Entonces lloraba con un canto del que no saben ni los fuegos; lloraba con esa tragedia inmensa que arrastra a toda Andalucía, con ese temor absoluto que tienen los niños de las brujas, con ese pestañeo de la inmensidad morena. Y su mujer, Angelita, que estaba sólo a unos metros, lo seguía como desde el alma, con sus manos en la misma posición, con el estruendo en el mismo trueno y el desgarro en la sílaba misma de las roturas.



Todo lo que sé de después es que a ella le diagnosticaron Alzheimer y que, aún así, seguían paseando por el mismo paseo de la misma playa con el mismo entusiasmo. Sé, porque uno en los pueblos se entera de todo, que él la maquillaba, que le hacía la comida, que la vestía con absoluta compasión. Sé que la última vez que los vi noté el cansancio de él, que ya no era el mismo, que su voz ya no daba para tanta canción. Luego me dijeron que él estaba preocupado por si no podía dar más porque no sé qué mancha le habían encontrado en el pulmón y que qué iba a ser entonces de la pobre Angelita. Entonces la semana pasada me llamó mi madre y me dijo que Juan no iba a cantar nunca más.



Y eso es todo lo que sé de Juan “el esquilaor”, al que llaman así porque de joven se dedicaba a esquilar ovejas. Cuando nos enteramos de su muerte, Isel lloró tanto que no tuve más que llorar para cantarle su última saeta al maestro.



Por eso ahora Torrenueva sigue teniendo su torre antigua y su playa de arena, pero ahora al paseo le ha salido no sé que oscilación. Sí, es cierto que el asfalto está puesto en el mismo sitio y que los ladrillos se asemejan al cemento, pero les falta no sé qué, algo así como al bueno de Juan paseando hasta el final con su mujer, algo así como una gracia en las toallas, un no sé qué de cantata en sus cimientos.