lunes, 22 de febrero de 2010

Me dejo

A pocos kilómetros de Torrenueva, tan pronto como contemplo entusiasmado y con las ráfagas que me permite la velocidad del coche, la presa de Rules tan llena que pareciera a punto de reventar, empiezo a respirar peor, noto cómo los dedos se me agarrotan y se hacen volante, siento cómo me regresa la taquicardia y mi estado de habitual enfermizo. Los carteles me avisan de la lejanía del Madrid de todas mis hipocondrías y yo me acerco a toda velocidad a enfrentarme con todo lo que me pone enfermo con la misma facilidad con que el suicida saca la valentía de su mártir que le fue promesa.

Quedan aún en las mejillas los besos dados a toda prisa por los abuelos que se resisten a marchar con la fortaleza de los olivos que tienen dibujados en los ojos; esos besos que me resultan andaluces y que consisten en abarcar el cariño haciendo exponencial la ráfaga que se entrega a las caras que sólo se besan mensualmente y llegan por fascículos como si se temiera que, de olvido, no llegara a casa la próxima entrega y hubiera que fascinar a la que se marcha con la repetición cariñosa de la metralleta de vuelcos con que los labios entregan su vejez. Ciertos eructos dignos del más acaudalado monarca me recuerdan la sangre del cordero que encebolló la abuela Juana y ajó hasta otorgarle el glorioso ardor de las tardes de domingo.

Quinientos kilómetros dan para pensar y mucho. Primero se repasan una por una las actividades recién vividas dejando a las comisuras estirarse debidamente según la intensidad con que éstas las remiten a sus nervios y, una vez que se permite a la imaginación vivir por segunda vez lo que ayer pasó, se viaja en el tiempo en un medio de locomoción que es incapaz de amenazar a la gravedad pues de metálico, se olvidó de su carne, y tiene motores que funcionan a fuerza de explosión.

El sábado madrugo tanto que me da tiempo de comprobar que mi padre sigue siendo la persona a la que más admiro en el mundo. Cuando me ve aparecer por el salón se ríe de los cuatro pelos despeinados que, aunque numerosos, no consiguen (a pesar de las manifestaciones que me protagonizan en contra de la alopecia) taparme los cueros que me cubren las antenas. Me muestra el suyo, fuerte como las tormentas y que siempre me recuerda la eclosión de los cogollos cuando el olivo está tan lleno que el tronco se despeña y para mi sorpresa veo cómo se lo tapa con una boina que le hace parecer una especie de comandante o marinero, acrecentando de ese modo el aire irreprochable que siempre ha tenido. Me dice que qué horas son esas de aparecer, que lleva desde las seis dando vueltas y me invita a acompañarlo al terreno que, desde hace unos años cultiva y llena de su genio y que me recuerda el símbolo de su incapacidad para estarse quieto ni un segundo. Nada más llegar se me lanzan los cinco perros que allí disfrutan de la jaula de dos mil metros cuadrados que nos son orgullo y la más pequeña de ellos, pero no menos vieja, me invita a visitar a los que recién parió y que cuida como una leona dentro del invernadero que mejor los calienta. Mi padre me cuenta que fueron siete los que trajo al mundo en un túnel enorme que construyó por debajo del montón de estiércol y que esos tres son los que han quedado. No le pregunté lo que hizo con el resto porque lo imagino y esto me recordó una historia que ya contó Batania sobre la proliferación de gatos en torno a los caseríos que llenaron su infancia. Luego me enseña cómo la lluvia ha destrozado la plantación de habas y cómo, a pesar de las inundaciones que han tenido lugar allí cerca, la tierra nuestra resiste como en un símil de los fuertes hombres que la cuidan. Respiro y el aire entra anatómicamente cuidado y construido llenándome el vacío mío de la sombra mía de las paces que olvidé y que me regresan tan pronto cruzo Despeñaperros para despañarme como un perro en la retahíla de su instinto libertario.

De regreso a casa, mi abuela me hace inventario de los mil platos que ha preparado y que me obligará a comer. El abuelo llega con una rosca de churros tan precisamente aceitosos que me baño, mientras los mojo en el café, en el olor de la almazara que despiden mis rincones. Despierta la pequeña Virginia, llega el tío Alfonso y mi madre nos sirve el azúcar que pareciera haberse estrujado de sus ojos marrones claros donde habitan las colmenas más tristes y hermosas que cabe imaginar.

La tarde la paso enmarcando con mi padre dos de mis cuadros. Uno, el del ajedrez que me ha sido anecdotario y otro, un retrato al lápiz que hice para mi tío Alfonso y al cual entrego con gran expectación para todos y veo cómo lo mira mientras me da tiempo a fotografiarlo viéndose la juventud, juventud que yo le sigo viendo y que por eso mantengo en los grafitos. Por la noche paso las horas hablando con mi abuelo, tomando notas de sus vivencias, las cuales ando novelando cuando el tiempo que no tengo me lo permite. Tanta ebullición de cuentos me permite dormir como un crío y, al día siguiente, no madrugo para no ver a mi padre ser cuchillo contra el cordero. En cuanto despierto, el olor rancio de la sangre, el olor rancio de la vida se me cuela por los poemas y los ojos pastosos de mi abuela resisten la cascada de cebolla que corta una y otra vez mientras se resiste a llorar. Y como es domingo y el domingo es día de guardar y de regresar bien lejos de los corderos, mi tío Alfonso se ríe de la cara que se me pone cuando se refleja en ella el reloj.

En cuanto arranco el coche y el maletero se me llena de habas y tomates y cebollas y lechugas y vuelvo a estar en el Citroen que me trae a esta casa que no es mía, estas paredes que lo único bueno que tienen es que me obligan a pintar y a escribir lo que añoro, pienso en mi deseo de ver ciervos atravesando La Castellana, en mi nostalgia de cerdos para El Retiro, en mi conformidad de corrales para la Puerta de Alcalá. Y sonrío como un gilipollas cuando los Soles se me llenan de gallinas y vierto viñedos en las Moncloas, como si fuera posible esta esperanza de establo para el semáforo, esta posibilidad de rebaño para La Biblioteca Nacional.

Cuando hoy lunes despierto con el cansancio de mil siglos de hipo incontrolado contra la civilización, marcho al trabajo con la sumisión del borrego que mi padre atravesó con su cuchillo ayer. Casi no me molestan las artillerías que salen del claxon del vecino que tiene prisa por llegar a su manutención, ni las alarmas que declaran sus incendios en el hospital, ni esa sucesión de bocinas que son los pasos en las aglomeraciones.

Me prometo dejar el blog, me prometo dejar la poesía, me prometo dejar la pintura sabiendo que esto me permitiría dormir bien, ser un cordero casi místico, un cordero entregado y casi envalentonado ante la bendición de ser sangre para la cazuela. Y por más que lance contra mí esta ráfaga de promesas no hago más que balar, balar contra la bala que se resiste a ser sien, balar contra la plañidera y el dramatismo que me son herencia y me heredo; me prometo balar contra mis juramentos.

No me diréis que no sería hermoso dejarse de una vez, dejarlo con uno mismo, llamarse por teléfono a altas horas de la madrugada e inmiscuirse en la propia separación, quitarse de lo que se ama, ser fiel al desierto que se supone todo adelanto y ser el mejor algodón para la nube, el mejor valor para el balido del cordero. Yo digo sí y mil veces sí, hoy me dejo, necesito aprender de mis siameses, no forzarme a llevarlo todo por delante, llevar por ahora lo que me permite subsistir físicamente y matarme el interior, cocinarme la sangre tan encebollada que me olvide las lágrimas entre los aros.

Hoy me dejo, no pienso publicar nada más en un tiempo, tiro la toalla.

Y en la toalla me veréis: mágica alfombra contra el tiempo.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Anecdotario VI (y último)







No hay nada como una tarde lluviosa de febrero para declararle la guerra a las pinzas de tender la ropa. Con ellas me comunico tal que así:




- A ver chicas, quietas.
- No te pases o te colgamos.
- No os mováis, os tengo que pintar. A ver tú, la amarilla, aprieta bien los dientes.
- Cómo íbamos a movernos, nos tienes agotadas mordiendo la insoportable extensión de tus calzones.
- Tampoco os hago currar tanto. Una vez por semana y ya. Estáis mal de la pinza.

Haga lo que haga siempre me acaban pellizcando. Por más que sea cariñoso con ellas y les pase la mano por los dos cabellos preciosos y puntiagudos de su cabeza, tan pronto como me detengo en el mentón, mordisquean levemente el torso de mis manos. Esto me provoca un dolor exquisito que sitúa a los dedos en el temblor perfecto que supone acabar un cuadro. Es esto lo que hago mientras en el centro cultural Paco Rabal el gran poeta que es Hasier Larretxea recita sus versos. Un milagro me dejó media tarde libre y podía acudir al evento pero cierto sacudir de tendedero, cierta pieza de ajedrez, me retuvo en casa para terminar de una vez la partida pictórica que comenzamos meses atrás.




Me doy cuenta de que la perspectiva es elástica y de que el horizonte verde miente sin compasión. Percibo que, sin darme cuenta, he rodeado mi tablero en blanco y negro de las efervescencias de un arbusto que aparece y que otra luz, de frente, como si proviniera de la que me rebota en los ojos cuando paso a lanzar el siguiente retoque, proyecta sus ejércitos de fotones contra los pianos que se secan contra todo pronóstico del tendedero que es la flecha de las dianas lunares.




No me gustó el resultado de la Ivonne blanca. Para ejercitar debidamente las proezas del ajedrez, deberían ser todas las casillas negras y todas las piezas negras y comerse a sí mismas en una metáfora hermosa de la guerra contra uno mismo que es, a mi parecer, toda maniobra de combate.




La sensación que queda tras terminar una obra suele ser siempre más o menos la misma. Uno no hace más que pensar en que no está terminada y que nunca debería estarlo. Uno se dice: deberías haber trabajado más el cielo, esas nubes no parecen ser atraídas por nada, deberías haberte dibujado a ti mismo cayendo por el precipicio del cráter que olvidaste perfilar. Uno se dice: si querías ser antigravitatorio a qué viene eso de ser oro contra la pieza; si querías ser torre contra la reina, a qué viene ser flecha contra el arquero. Uno se repite: por qué te esfuerzas en pintar bien si todos los demás ponen especial empeño en hacerlo mal y son aplaudidos por ello. La sensación no es de pérdida, es aún peor; uno se dice: ya está y ahora qué.




Las pinzas se me rebelan:




- A ver si te crees tú que nos vamos a quedar aquí toda la vida sujetando este instrumento.
- No os queda otra.
- Pues bien preferiríamos morderte los ropajes.
- Pues yo me cambiaría por vosotras.
- No sabes lo que dices.
- Lo sé porque de ese modo la pianista vendrá un día a tocar el piano de mis dientes.
- Nadie querrá tocar esas teclas húmedas. Tú estás colgao.
- Gracias a vosotras.




Por más que mire el esfuerzo que hacen, no llego a entender su presencia. Todas son una cruz que se abre cuando así quiero y casi todas muerden con la intensidad del muelle que refuerza su mandíbula. Las hay que se rinden y se me parten en dos y marchan al basurero amarillo. Luego acaban siendo bolsas que soñaron ser pinza y que a veces vuelan y se enganchan a algo y lloran su plástico y se derriten cuando alguien las quiere tanto que las quema y vuelven a ser mordisco reciclable. Y para una vez que se les ofrece la noble profesión de morder un piano mojado, se me echan todas encima y me pervierten con su beso violento que marca con fuerza el carnoso apretón de los labios.




Entre color y retoque y sombra y desasosiego miro el correo para ver que los Poekas esperan que sea yo quien les cree el logotipo del gran grupo poético que son y somos. Esto me provoca la inspiración necesaria que me pide pintar un globo en las inmediaciones de mi cielo de ciruelas. Me retengo. Luego el gran goleador que es Alberto Yago me manda un gran poema que ha escrito y que piensa leer en el próximo encuentro de nuestra tertulia. Lo leo, lo releo, admiro su crecimiento rápido, su deseo de libro y un globo aerostático se me viene a los ojos y vuelo y me voy más allá del suelo del cuarto piso de mis musas y adquiero la mudez intacta que permite terminar un cuadro; pues no se debe pensar en el propio cuadro cuando se pinta sino que es mejor tener la mente nublada de otra anécdota; así, de la infidelidad, nacen las estocadas a ciegas que siempre aciertan siempre que no se adentren en los límites de los perfiles. Del mismo modo en que una obra nunca es fiel a ti, no debes comprometerte con ella, pues ésta, puede negarse a ser terminada y, de seguir en la elaboración de la misma, se te superpondrán una sobre otra las capas del fracaso pictórico y el óleo es, nunca lo dudes joven pintor, el mayor enemigo de la repetición.




Dalí decía que, igual que Van Gogh se cortó una oreja, él desearía cortarse un brazo a cambio de ver, aunque sólo fueran unos segundos, a Vermeer jugando con la luz en la soledad de su estudio. Por mi parte, yo no dudaría en arrancarme la cabeza si con ello consiguiera ver a la Ivonne de mi cuadro el tiempo suficiente que me permitiera superar con el profundo ardor de mis trazos los feísimos atentados contra toda la belleza que se exponen estos días en Arco. El nombre, puesto a propósito, parece alardear de las arcadas que me provocan las creaciones que allí se muestran. Toda esa fealdad me es compensada cuando el más ricachón de turno se adjudica con suma falta de gusto alguno de esos esperpentos para colgarlos en las costosas paredes de sus elegantes maneras de gastar.




Por lo demás, Ivonne sigue siendo el bocado que abarca a todas las pinzas, la reina que ha ganado, por previsión, la partida de mis ensueños, la única que sabría colocarse el andamio de modo que la postura le permitiera tocar los pianos que le fueron mojados de pura rabia contra su belleza. La única que, cuando sonríe, crea lunas en las comisuras, siendo tal efecto equiparable a la muerte de las estrellas consiguiendo que la gravedad de tal espasmo provoque la explosión de nubes contra su boca que es flecha para el tendedero. A Ivonne se le asombran las sombras de las cónicas y el cielo es ciruela contra el pecho.




Cuando termino de escribir esto veo que gran parte de mis manos, allí donde han sido pellizcadas con la bondad de las pinzas de tender, se van convirtiendo poco a poco en el oro puro que es el aceite de mis regresos. Soy tan rico que todas las canastas me quieren morder.




Firmo el cuadro con el apodo que una rebelión de pueblos me adjudicó. Sé que, en su lugar, debería poner: Ivonne. Si pusiera todas las fechas, todas las flechas que me abarcaron al pintarlo, necesitaría una ciudad como esta que me enfría para fe(enfle)charlo.




Ivonne, en germano, significa arquera.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Regente

De pequeño fui rey.

Los mimos fueron
los banquetes
de mis palacios.


Como todos creían que iba a morir,
a mi costa se extendía
un jardín de carantoñas
y el mundo era súbdito
de mi reencarnado.


A casa llegaba el asombro
de tristes enfermos del Opus Dei
que venían a practicarme
infantiles felaciones.


Si mi madre me sacaba a pasear,
religiosas vecinas deslenguadas
le decían:
A rey muerto, rey puesto;
y en mi relevo de regencias
fueron las primeras
que ejecuté.


Mucha gente lloraba
cuando a las doce de los domingos
de mi boca salían salmos
y yo era el monaguillo más ateo
que cabe imaginar.


Y aunque fui rey,
me enseñaron el miedo
de los tronos
y a adorar figuras arrastradas
por ejércitos de capuchones.


Con el tiempo comprendí.


No era yo el rey,
era mi otro yo
el destronado.

martes, 9 de febrero de 2010

Por eso

Somos afluentes para la autopista
y sé bien que conducimos por inercia.
Sabemos que no moriremos pero sí otros
por eso del caudal.

Los bostezos con sus boles de sangría
y sus pescuezos de gallos despertando
nos llevan al trabajo que aborrecemos
por eso de la rutina.


Cultivamos el odio a la cúspide de la oficina
donde seres asentados astillan las sillas
de las que es imposible levantarse
por eso de la ineptitud.


Preferimos ser odiados por castas inferiores,
ascender a donde sólo llegan los diablos,
poseer cabezas en las expendedoras
por eso del poder.


Nos cobran hasta las cobras
las cúpricas cubiertas de nuestros logros,
apenas ahorramos para cubrirnos la muerte
por eso del capital.


Cada anuncio nos provoca el shock
que nos hizo olvidar nuestro pasado de cuevas,
nos torean como a morlacos que se perdonan
por eso del control.


Ahora que somos sumisos, ahora que somos balas para el borrego,
deberíamos sacar nuestro código de garras
y agarrarnos a las garrafas llenas de arterias
por eso del latir.


Mas no es así, pitamos a la autopista
como si el río tuviera la culpa de lo estancado
y hondeamos banderas y matamos por banderas
por eso de la ignorancia.


Y todo es una plasta que hace llorar al basurero,
y la carretera es tan recta que se duermen las curvas,
no es digno de salud el aparcamiento
por eso del levar.


Somos afluentes para la autopista
y sé de mi deseo de catarata.
Por eso el poema es mi pancarta,
por eso escribo y nada más.

lunes, 8 de febrero de 2010

Se cancela recital

No hay recital, no, el martes 9 de febrero. Agradezco a la red de Artejoven el impulso que me dio para conocer a muchos y grandes poetas pero como poder de convocatoria deja mucho que desear. Además, los amigos se cansan y ya ni siquiera los comprometo, ellos siempre vienen pero para eso lo hacemos mejor en casa; además conocen mis poemas de primera mano y las paredes de las bibliotecas son demasiado silenciosas cuando se les recitan nuestros miedos. Propondré, en cambio, una gran quedada en casa, una reunión de poetas donde podamos tomar algo, escuchar música y hablar de la generación que estamos destruyendo o de la que somos cimentación. Bueno, para poetas y para quien quiera venir, aunque tristemente, todo el que acaba interesándose es por tener eso en común. Además, y, brevemente, pues ya desarrollaré esta idea, creo que se recita mucho indiviualmente y creo que a los poetas les falta sentarse uno frente al otro y tirarse a la cara más que un poema, más bien, una anécdota, un pensamiento, algo que compartir más allá de sólo el verso. Esto es tan fácil como que mucho más interesante que la tertulia de Poekas es la cerveza que nos tomamos después y todos los poetas se quitan los disfraces para ser la persona que contienen; así que cambio recital por fiesta donde cada cual quiera aportar lo que quiera, ya lo preparo mejor y aviso. Un abrazo y, si alguien se presentara de casualidad, aquí mi blog y mi correo para maldecirme como es debido. Un abrazo.

Anecdotario V

Con mi primo Miguelito mantengo conversaciones tal que así:

- Cómo molan los pianos colgando, ¿me vas a hacer unos para ponerlos en mi habitación?
- Pues claro, cuando quieras…
- No, no… mejor… tenemos que construir un castillo ambulante o una casa que sea una lata. Y ahora, ¿jugamos a los Playmobil?
- ¿Tienes?
- Sí, un montón, tengo el barco pirata.
- Qué guay, vale.
- Pero le damos la vuelta y es un bar.
- ¿Le has puesto ya nombre al bar?
- No…
- Ok, será el Bar Co.
- ¿El Bar Co? Ahhh, el barco, jjajajajaja.

Luego nos pasamos las horas jugando con los Playmobil y mi primo se enfada cuando, al preguntarme qué muñeco quiero ser, le digo que el ancla:

- No puedes ser el ancla.
- Claro que sí.
- Jooooooooo, que noooooooo…
- Pues te digo que soy el ancla y de aquí no me muevo. Estoy anclado.
- Pues entonces yo soy el tesoro.
- Por mí muy bien. ¿Qué tal, tesoro, me levas?
- Espera que tiro de ti de la boca.
- Tus besos me saben a oro, tesoro.
- Eres un mariquita, ancla.
- Soy una mujer y mira cómo sonrío.
- Jjajajjajajaja.

Las horas se nos pasan volando y luego me enseña un muñeco que ha hecho pegándole los zapatos de la Barbie de su hermana al cartón de un rollo de papel higiénico, incrustándole una canica como cabeza. La creación en sí tiene un aspecto imponente y parece un hombre que se ha tragado un tonel:

- ¿Sabes quién es…?
- Claro, el increíble hombre con cabeza de canica.
- No, es mi padre.
- Jajjajajjaa, ¿tu padre?
- Sí.

Y tal que así se nos pasan las tardes de muchos sábados. Miguelito tiene la imaginación de mil pintores surrealistas y es el único que entiende a la perfección los psicoanálisis pues, lejos de plantearse razonamientos explicativos de las más absurdas extrañezas, las mira con cierto entusiasmo y les devuelve la inutilidad mágica que condecoran. Con sus cinco años posee un oído musical digno del Mozart adulto y la ironía aprendida de su padre le hace un juego de vacilación impresionante; cuando le enseño cualquiera de mis dibujos tiemblo pues sé que estoy delante del más preparado crítico de arte de la historia y además sé que los niños no mienten. Así las cosas, es la única persona en quien confío cuando emite sus juicios inocentados y es el ser con quien más disfruto manteniendo la más absurda de las conversaciones.

- Primo, mete a los caballos en el establo.
- No, ahora voy a ser un caballo y voy a meter a todas las personas en el establo.
- ¿Por qué?
- Pues por dejar a los caballos un rato a su aire.
- ¿Y por qué no has puesto los caballos en el dibujo del ajedrez?
- Porque metí a las personas en un establo y echaron a correr en cuanto pudieron.
- Pues tenías que haberlos dibujado yéndose al trote a lo lejos.
- Tienes razón, igual lo hago.
- Deberías.

Cuando se acerca la hora de cenar, Miguelito me acompaña a comprar el pan y, en el trayecto, pasamos frente a un edificio enorme de la ONCE.

- Primo… ¿ahí es donde fabrican a los ciegos?
- No hombre… muchos ciegos antes veían y de repente perdieron la vista… otros nacen así los pobrecitos.
- Sí hombre… y yo que me lo creo.
- Te digo la verdad.
- Tienen que ser ciegos porque ellos saben el número de la lotería que va a tocar y no lo pueden ver.
- Jajjajajajjaja. Me superas Miguelito.
- ¿Ves cómo tengo razón?
- Cierto.

Cada vez que charlo con él se me rompen las geometrías y mi mente empieza a funcionar sin la adultez forzada a la que tengo en sometimiento. Si por él fuera nos pasaríamos la vida dibujando; lo que más nos gusta es sacar un papel enorme y él me va diciendo lo que tengo que dibujar y dónde hacerlo. A veces me pide que le dibuje el plano de una casa vista desde arriba para, a continuación, él colocarle los atrezos. Además cada vez que hace algo sorprendente abofetea al repelente que yo fui con su edad, pues no es dado a la exposición de sus habilidades sino que éstas son descubiertas por los demás y estoy seguro de que tras alguna pared esconde los mejores de sus inventos. Consigo así que el fin de semana, el cual es una espera insoportable el resto de la semana y cuando llega imploro a los cielos que su letanía se extienda más allá de los dos días de nada que nos supone, se me pase en un plis plas y ni me acuerde de pintar.

Cuando ayer regresé a casa, después de haber pasado casi todo el fin de semana con mis primos, ayudándoles a pulir el piso que hace poco les entregaron al fin los de protección oficial; me pongo a pintar las sombras que les faltan a mis tableros. Y para hacer esto son imprescindibles dos cosas: estar resfriado, como lo estaba y lo sigo estando, y ser chino. Me explico: además de unas cuantas nociones de geometría y, sobre todo, de sentido común; hace falta estar resfriado porque de ese modo la realidad se distorsiona, la niebla se espesa y las sombras parecen parpadear como los casquillos mal enroscados. La falta de gusto y olfato acrecienta el perfecto estado para imponerse ante la luz pues la sombra no huele salvo si el rincón sobre el que se proyecta está infectado, de modo que siendo tú el enfermo toda sombra recae sobre ti sin manchar de hedor el tablero limpísimo donde se enfrentan las torres contra las reinas. Y con las papilas gustativas anestesiadas, empequeñecen los delirios nutritivos de la boca del pintor que, de buen gusto, se comerían sin masticar a la reina; consiguiendo así que todo el tacto quede intacto de la floración de otros sentidos que se usarán mejor cuando los virus, que bienvenidos sean para la sombra, mueran en su enjambre de miel y caldo. Hay que estar enfermo, como digo, pero además hay que toser como un chino. Sólo los ojos entornados y ciertas pinceladas que simulan grullas para el arte marcial, son capaces de darle a los horizontes la mancha de sosiego que es la sombra de todo objeto, pues sólo teniendo ojos chinos se puede enfocar la proyección de un elemento absurdo y sólo las estocadas de los karatekas se parecen a la mano del pintor cuando éste hace charcos de colores oscurecidos.

Cuando di por terminada la tarea pictórica en que suelen consistir mis tardes de domingo empecé a pensar en el recital que tengo mañana y del cual no he preparado nada pues, de ir menos gente que el último que protagonicé, no acudiré ni yo mismo y será la pared, (sí, las paredes impolutas de las bibliotecas públicas, blancas por el puro placer que provocan las ausencias), la que recite poemas mucho mejores que los que yo escribo últimamente. Todo esto unido al hecho de que, al ir mañana me dejo dos clases sin dar y estoy perdiendo dinero (cosa que no me importa) alimenta el más feliz de mis entusiasmos. De todas formas, si alguien piensa, o pensaba ir, agradecería que me lo dijera a través de aquí o de mi correo porque estoy planteándome sinceramente el no acudir; más que nada por no darme el viaje para nada y dejar a dos chavales sin sus clases de los martes por la tarde. Si no fuera por estos últimos tampoco me importaría visitar la biblioteca Rafael Alberti que no conozco y parece tener muy buena pinta, aunque se quedaran embalados en la carpeta los poemas que nerviosos al principio, me acaban saliendo en los recitales donde el mal rato de los comienzos siempre suele suponerme un agradable encuentro cuando las sillas son habitáculos para los visitantes y no entornos a los que mi náufrago pinta caras para acompañarse.

Por lo demás, el hospital está silenciado de alarmas y las averías son zumbidos contra el guijarro. Entre los medicamentos no he encontrado nada que nos cure la rabia. El médico dice que el poeta cierto no tiene curación. Así que lo siento por Verónica, que me dijo que a ver si encontraba algo para curarnos el termómetro; me parece que somos mercurio contra el vidrio y que a la palabra es mejor dejarla que se golpee ella sola antes que llevarla a la moda de las camisas de fuerza.

Mi niño se ha dejado caer por pediatría donde se extiende un silencio infantil y he pensado que todos los niños, como Miguelito, sólo deberían enfermar de imaginación; he pensado que todos los diagnósticos deberían ser cuentos y que, de las bolsas, deberían gotear literaturas.

Regreso a la central de incendios y por el rabillo del ojo me ha parecido ver corriendo por los pasillos inmensos caballos de madera trotando sus eles. Mira que le dije a Miguelito que, una vez sueltos, se acordara de regresarlos al establo. Toso e impregno los pañuelos de los lodos que ayer me dejaron visualizar las sombras. Me duele tanto la cabeza que sonrío. Es hermoso seguir enfermo de imaginación.

sábado, 6 de febrero de 2010

Ser blusa para el pomo


Dime si es o no enfermizo
querer de ti no tus ojos
sino los que haces que yo dibuje
y no ser yo para ti, sino la toalla
que te espera el desnudo,
la taza que te espera el vaho
con que dibuja al frío los fantasmas
o la ropa que te arropa las tropas
que me tienen sitiado.


Es o no locura
querer matarte
para saber si eres real,
intuir la onda expansiva
que de tu arrastre me llevara
al estertor de los cuadros vacíos
donde un día estuviste
hasta que tu ausencia
firmó en sus esquinas
mi nombre.


Venga, dime si es enfermizo o no
este llenarte de ejércitos
que me apuntan la inocencia
hasta hacerme blanco en la soledad.


Si es así
mañana pido la baja
por querer ser toalla,
por querer ser tazón
y ser blusa para el pomo.


Enfermizo o no
exijo tu extirpación,
no se puede vivir con los síntomas
de colmenas sin reina
y aguijones para el ojo.


Pues cada vez que toso
la sangre se me llena de pañuelos,
y en los aires eres efervescencia
de nubes que moquean, que mosquean
a los insectos.


Ya está,
para que te vayas
beberé leche con enjambres
y multiplicaré por diez
los reposos.


Tengo demasiados posos
de ti.

Recital el martes 9 de Febrero


El próximo martes 9 de Febrero a las 19.30, recitaré algunos de mis poemas en La Biblioteca Pública Fuencarral-El Pardo "Rafael Alberti", C/ Sangenjo, 38. Metro Herrera Oria.


Será un placer encontraros por allí.

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Se alquila poema
bien iluminado,
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Ahora asequible
en cómodos plagios.


Pedro,
25 años,
majo, trabajador, esquizofrénico,
busco manía persecutoria
para atraparme los fantasmas.
Gratifico.


Se vende ego
por cese de nervioso,
megalómano, atávico, granoblástico.
Soberbia garantizada.


Estrofa,
4 versos,
pulida, irónica, libre,
haré realidad
todas tus ortografías.
Cobro.


Traspaso paro
por cierre del estorbo,
desesperación en
inmejorables condiciones.
Me urge.


Se alquila poema
prealquilado
todo plagio
porque toda la vida es un muermo
y los muermos, poetas son.


Pedro,
3896 fracasos,
tímido, de mal ver, ojazos,
busco desfibrilador con experiencia.
Pago bien.


Protectora de animales en extinción
busca poetas sin ego y gamusinos
para devolverlos a su hábitat.
Invisibilidad garantizada.


Antología,
23 antologados,
busco generación
a cambio de farándula.
No te arrepentirás.


Se regalan despidos
por parto múltiple empresarial.
Blancos, con pedigrí.
Llama y pregunta por Inem.

Exposición en el Hotel Lusso





























jueves, 4 de febrero de 2010

Exposición en el Hotel Lusso


Desde mañana 5 de Febrero ocho de mis cuadros aparecerán expuestos en el Hotel Lusso, C/ Infantas 29, Madrid, a 50 m de la Gran Vía, muy cerca de La Cibeles.

Estarán allí tres o cuatro meses, tiempo en que los iré cambiando y aportando alguna novedad respecto de los que aparecieron en El Paco Rabal.

Ah, y el martes por la tarde tengo recital, ya aviso dónde y cuándo.

Abrazos.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Poemas desde el Hospital Puerta de Hierro


XI


La enfermera acuchilló el pecho que cuida hoy,
el doctor fuma por todos los pulmones cancerígenos,
la cocinera envenena las ollas
y yo cortocircuito las seguridades.


Esto sería una salvajada
pero podría ocurrir.


Estados Unidos es un hombre en continua misión de paz
que se levanta a dar de beber a las piernas
que desmembró con sumo cariño
la víspera de todos los desaciertos.


Es más: España es una mujer muy guapa,
también en misión de paz,
tan guapa que convence a las palomas
de ser fusiles
y convierte en mártires
a los inocentados.


Esto es una barbaridad
y , de hecho, ocurre.


Ahora mismo, si quisiera,
podría poner en alarma todo el hospital
simular el más cruel de los incendios
y echarle la culpa a los duendecillos.


Si no lo hago
es por eso
de la conciencia.
Si no lo hago
es por retención.


Por su parte, Unidos,
hermoso apellido del amigo Estados,
no sólo le pegaría fuego a las quemaduras,
más aún las oxigenaría de indemnizaciones
hasta borrarle los terceros grados
y contagiarles la ignición.


De hecho, España es una mujer como digo
muy guapa y muy quemada,
untada con el agua oxigenada
que Unidos le prestó.


Y así, felices, los hombres y mujeres tostadas
formaron la organización de las naciones untadas
para quitarle leña a las hogueras provocadas
por los gnomos.


Y yo lo que quiero es el somnífero
que les duerme las camas,
lo que quiero es el dentista
de la impecable sonrisa,
el fotógrafo de la perfecta fotografía
donde todo es unión,
es decir, excomunión,
es decir, mentira.


Igual, un día, de tanto quemar
se desintegre al fin la barbacoa
y nos miremos el carbón.


No por gusto,
la unidad de quemados
tiene el doble de módulos
de detección.