viernes, 29 de julio de 2011

Centrípeto

Tengo la sensación de ingrávido los lunes
cuando el caos electrónico fecunda la vidriera
y marcho en cabizbaja procesión
al inequívoco lugar
donde
me desencuentro.

Tengo la sensación de acinético, de momentáneo,
cuando la factura pizpireta me guiña
tenebrosa en el buzón
como si sólo los números
se acordaran
de mí.

Tengo la sensación segura de muerto
cuando muerto vacío la cartera
en el colorido lupanar
donde se hinchan
a comer
los cerdos.

Tengo la sensación de que una rabia azul
se me acumula en la médula,
que hay un mar rozándome la espalda,
que si tuviera un arma
dispararía contra
los libros.

Tengo la sensación de que nací
equivocado
de capricho.

De que la gente parece
segura
de la infelicidad.

De que alguien observa
a alguien que observa
para pasar
desapercibido.

Tengo la sensación de no pertenecer,
de estar del lado de los bandidos,
de ser centrípeto,
de conocer la masa
de la tristeza.

Tengo la sensación de que
lo único rentable,
lo único cien por cien seguro,
la única posible amortización
hasta arriba de beneficios,
la bolsa llena de índices cortados,
el préstamo repleto de avales
es Isel.

Tengo la sensación de ser ficticio,
de haber revolucionado con creces
el amor,
tengo la sensación de ser crónico
en la piel de Tegucigalpa
y de no vivir
en absoluto
en el teatro.

viernes, 22 de julio de 2011

Mi madre

Tampoco ella habla demasiado si no le das pie; de ser así concentra la falta de conversación en los minutos siguientes donde no parará de contarte mil cosas en torno a la rutina de la vida. Cuando la miras a los ojos sabes que Dios se ha concentrado en hacer unas cosas mejor que otras; construir los suyos le costó tres días y medio por lo menos. Es grande y pequeña y siempre pasa desapercibida. Pertenece a una generación anterior a la de sus padres, vive en otra época y ha conseguido hacerlo en ésta. De ella salí con mis cuatro kilos y medio de niño mal criado y nunca le dolí. Me quiere tanto que sería capaz de organizar a una banda terrorista en mi nombre.

Tiene los ojos avellana y, al mirarlos es como beber Cointreau. Te hipnotizan, no miento. En los veranos procuro llevar gorra para evitar el carcinoma que podría transmitirme si me observa, sólo vierto sobre mi carne crema solar si ella anda por la orilla y se atreve a mirarme. No miento. Abnegada y feroz, mi padre le silba y en unos milisegundos ella ha hecho las maletas, se ha peinado y está a punto para partir. No ha estudiado meteorología pero ha aprendido a pronosticar nuestros deseos. Lo peor de todo es que parece que le gusta. No miento.

A la mínima de cambio te suelta la verdadera razón de que las cosas vayan tan mal: Anteh el hombre trabajaba y la mujeh se hacía cargo de lah cosah de la casa. Ahora eh todo un dehcoloque totah y así ehtán lah cosah. Y loh chiquilloh pueh no ven a suh padreh y salen caprichosoh y tontoh perdíoh. Ni siquiera el papa es más machista que ella. Nunca ha dicho una palabrota en su vida salvo una vez delante de su padre, el abuelo Sebastián, quien le dio un tortazo y le hizo sangre, dejando para siempre de lado las maldiciones; quizá por ello ahora mi padre blasfema por los dos.

Cada vez que cocina consigue que los rostros se llenen de alegría y soltemos un gran alivio de entusiasmo. Si somos cuatro cocina para e elevado a cuatro, si somos quince cocina para e elevado a veintitrés. Es cierto, no tiene cálculo para la comida. Es excesiva y meticulosa en los fogones. Un día eh un día, te dice cuando hemos comido según su fórmula exponencial y así se convence de que no pasa nada por haber roto la dieta otra vez. La dieta, menuda lucha tiene con ella; consigue hacerla, de hecho, casi siempre está siguiendo su propio plan de comidas, el cual le gusta romper si hace falta. Se convence a sí misma: … bueno.. .tampoco…, ehto lleva verdura… no pasa ná por un día… el luneh empezamoh otra veh… Todo un incumplimiento maravilloso.

Si no fuera por los años, cualquiera diría que no tiene más de dieciséis. Si fuera por lo vivido las cifras se nos escaparían de las manos. Cualquiera que la conoce sabe que da gusto intercambiar unas palabras con ella. Es amable y optimista y escucha meciendo siempre su cabeza asintiendo para conmover, asegurando que el receptor sepa que ahí está y sí lo escucha, sí otra vez, sí con las mejillas, sí.

Tiene tantas cosas y buenas que tengo que dar saltos para explicarme, voy de aquí a allá sin esquema procurando que conforme me motiven mis experiencias con ella vayan saliendo a relucir. Por ejemplo se emociona, no hay nadie en el mundo que se emocione tanto y con tanta facilidad aunque luche contra ello. Cualquier historia enternecedora de la televisión hace que se le salten las lágrimas y disimule. Es la gran madre andaluza, toda Andalucía con su acento y su filosofía ancestral le llena la sangre hasta los dientes y por eso explota como buena madre andaluza con un sentimiento potente y teatral, tan expresivo y energizado como la vida misma. No puede evitarlo, tampoco soporta las despedidas. Me acuerdo que los primeros años en Madrid cuando iba al pueblo a visitarlos, a la vuelta siempre estaban sus lágrimas poniéndolo más difícil. Y su llanto es pegadizo, como su risa. No hay prácticamente nada tan agradable como verla reír a carcajada viva. Pierde por completo los papeles y le sale un chillido gracioso y unos lagrimones como puños, los ojos se le ponen rojos y consigue que la gente que haya a su alrededor se contagie de la misma carcajada.

Siempre siente nostalgia del pasado. Se percata de que ahora no damos tanta importancia a algunas cosas que eran tremendas en otros tiempos. Era otra ilusión… suele decir con melancolía cuando nos cuenta el entusiasmo que tenían en el pasado por casarse, o comenzar un negocio familiar o ese tipo de cosas. A nadie le engaña su mirada, por mucho que sus ojos te colapsen de belleza la epidermis muestra todo el sacrificio y todo el dolor que ha soportado. Es una mujer todo terreno. La he visto trabajar en el campo tirada en el suelo con sus rodilleras cogiendo la aceituna que no pudo agarrarse al olivo. La he visto tirando de los lienzos para que los hombres sigan dando palos con su vara, la he visto en las montoneras y en los tomates. La he visto en la cocina y en la fregona y en las mantas de las camas hechas con cariño. Eso sí, cuando se pone también tiene una mala ostia digna de nuestro apellido. De pequeños temblábamos cuando mi hermano y yo nos peleábamos y nos decía: me ehtáih enritando… uy uy… nada bueno deparaba eso y, entonces, dos minutos más tarde teníamos su mano tatuada en la cara.

Recuerdo con especial asombro la manera de comportarse ante alguno de mis recitales. Ya he dicho alguna vez que mi madre nada sabe de poemas pero los llora todos por si acaso y así es. Si está presente procuro no mirar al lugar que ocupa. Convoca tal mezcla de admiración y tragedia que no puedo con la poesía, no puedo. De alguna manera ella está llena de rincones donde se acumula el agua y basta una pequeña falta de perspectiva para que la presa se derrumbe y evacue la cascada consiguiente.

Lo que más me gusta es abrazarla, a pesar de mi tamaño superior todavía me la imagino más grande que yo, gigante cuando me agacho para achucharla. Es blanda y huele a ella, es inconfundible. En su pelo corto se mezcla el vaho de la cocina y los perfumes de imitación. La quiero tanto que es doloroso reconocerlo.

Estoy seguro de que si todos los seres se amaran una millonésima parte de lo que ella me quiere a mí este mundo sería maravilloso e insoportable.

Mi madre se llama Florentina.
Mi madre crece bajo el sol.

martes, 19 de julio de 2011

Contemplación

Sólo los delirios lumínicos de los amaneceres granadinos muestran el atisbo de la imagen que tengo yo del interior de Isel más allá de los órganos. Me levanto temprano para divagar entre tales comparaciones mientras la mayor parte de los veraneantes aún duerme y sólo algunos que trasnocharon pasan a mi lado con las capacidades derrotadas ya para apreciar lo que yo hago científica y escrupulosamente sentado a la orilla del mar mirando cómo la masa de agua me saca la lengua. Si miro a mi izquierda, aprecio cómo el sol se tira de panza sobre la arena en una hilarante reflexión de haces que dibujan en el agua las bondades de Isel, las capacidades de evasión de Isel, la belleza impecable de sus ojos aceituna. Si giro el rostro a la derecha, las palmeras gigantes planean subir al cielo sin idiomas. Así quedo largo rato, mirando al frente dejando que la línea de los ojos se me corte con la línea del horizonte de agua del mediterráneo; inconscientemente empiezo a latir al ritmo de la tierra la cual agarro con las dos manos dejando que por ellas caigan los granos de arena como si todo yo fuera un reloj. Empiezo a respirar, no a introducir aire que una vez circulado por mi adentro sale de nuevo afuera más contaminado, no; empiezo a respirar; es decir, a dejar que todo mi aire se mezcle con el de afuera en una osmótica delineación de átomos que me transforma en intemperie. Entonces siento una paz deliciosa, un bienestar insuperable, como si me hubiera hecho tan pequeño que hubiera podido usar las dendritas y neuronas de Isel como tobogán acuático y cada uno de sus pensamientos me hubiera aplicado una descarga maravillosa, un impacto eléctrico donde es poca la alegría, una continua reanimación que me hace sentir como un niño en un parque acuático donde me deslizo en el amor.

Los más madrugadores empiezan a llegar uno tras otro a la cercana orilla donde pinchan a la tierra con sus paraguas de colores. El silencio sin ronquido del paisaje comienza a llenarse de un desorden todavía soportable: el sonido de las bicicletas, las pisadas del jogging, el olor de las cafeterías, las gaviotas que se empiezan a marchar, los primeros toques de campana, los cohetes, la banda de música que a lo lejos ensaya… A pesar de todo todavía consigo filtrar sin enfado las longitudes de onda que me desinteresan para seguir centrado en la profunda respiración del mar, ese buey gigante de enfrente que todavía duerme y para el que desde dentro pido silencio, silencio a todos, silencio ya. Media hora más tarde el mar que olía a mar empieza a contaminarse con los olores de las lociones, las cremas solares, los bronceadores, los desodorantes y colonias, los geles, los polvos de talco, las mierdas de los perritos que pasean a sus anchas para alegría de sus dueños. Entonces comienzan a llegar los primeros niños con el abuelito detrás cargado de accesorios de plástico: palas y cubo, colchoneta en forma de ballena, colchoneta en forma de cocodrilo, colchoneta en forma de colchoneta, tabla de body-surfing, tabla de surf, sillas varias, piscina pequeña… A continuación vienen las personas mayores con sus periódicos recién comprados, con su radiolé en el cassette, con el nieto llora que te llora; las viejitas con el crochet en mitad de la labor y las primeras agujas remendando los cosidos. Luego vienen los más jóvenes con su aliento de resaca con sus cremas protectoras, con sus móviles vibrando en el hip-hop, alguna litrona de buena mañana, las primeras voces, los primeros lanzamientos al agua de amigos y primos y tíos y conocidos. La playa poco a poco se convierte en un tetris donde van encajando una tras otra las sombrillas, la tortilla de patatas, la nevera llena de refrescos. En un hueco montan una red de volleyball y así van pasando las horas mientras yo lo contemplo todo a cámara rápida desde mi posición. Y así, igual que a la mañana el cielo jugaba con la panza del sol a los lanzamientos y al delirio en un espectáculo de primeras luces maravilloso así ahora, conforme pasan los minutos la playa va perdiendo el sentido convirtiéndose en un gigantesco manicomio donde nadie se ha percatado todavía del mar: En mitad del campo de volley se prepara una barbacoa, un hombre lee el periódico de otro hombre que lee el periódico de otro hombre como si echaran de menos el metro o tuvieran la intención de fusionarse para sorpresa de todos, una madre contempla cómo su hijo se aleja y lo llama aumentando proporcionalmente los decibelios de su potente voz mientras igualmente y de forma lineal aumenta la indiferencia del niño que se sigue alejando mientras ella consigue mantenerse en su posición sentada y habiendo creado un radio menor o igual a ocho metros de sordera con su grito. Del mismo modo el ruido que antes era pura paz mezclada con sosiego es ahora un griterío donde se mezclan las preocupaciones y la mascada de frutos secos, confundiéndose el horizonte con la absoluta distorsión.



Entonces me levanto y marcho a casa a esperar a que amanezca, amanezca de nuevo para mí y para Isel, lejos del Madrid que se ha instalado en la arena. Las vacaciones seguirán para quienes las tengan y muchos volverán a casa sin haberse percatado del agua. Yo, por lo pronto, me traje un trozo de mar en los bolsillos para seguir luchando en el Madrid instalado en Madrid.




Hay quien se instala en los sitios y hay quien los instala en él. Isel y yo nos hemos instalado el uno en el otro y en cada centímetro cúbico de nuestra sangre hay un delirio cotidiano, una paz maravillosa. También hemos instalado el mar, dejamos que lo hiciera y nos hemos puesto un toldo para que nada nos estorbe. Como decía antes sólo existe esa manera de respirar, no introducir el aire que expulsamos viciado de nosotros; instalarnos en el aire, ser aire volar contra todo pronóstico y decibelio.




Es muy fácil: cada vez que Isel respira, hago yo la fotosíntesis y así, la contemplación.

miércoles, 13 de julio de 2011

Poema en bañador

No hay en el verano
actitud para el poema.

Se derrite la palabra
en la escafandra
antes
de empezar.

Dices: Incapaz de verle la variz
a la arca
, dices: la vinca
tiene un orzuelo coloreado
,
añades: es posible
comer tamal
con la memoria
.

No hay en el verano
acritud con el poema.

Se resisten los intentos
y no está contento
aquello que se funde
en la casaca.

No está mal: tengo tanto frío
que quise ser soldado
,
intentas mejorarlo: tengo tanto soldado
que quise ser frío
,
terminas: tengo tanto brío
que quise ser saltador
.

Isel, puesta en la sartén
de la manteca
me dice lo azteca
del columpio.

Y no hay en el verano
actitud para el poema,
sólo poesía
y alegría
en bañador.

Traducción póética de un discurso de Esperanza Aguirre

Para entender debidamente
las palabrejas de la tiesa mujer
absurda y penitente del franquismo,
cambios muy sencillos se han de hacer
hasta entender por algoritmo
sus palabras:

Donde diga: estamos trabajando,
dígase: nos estamos haciendo una gallarda,
una manola, una paja
, es lo que hacen,
así relajan la maldad gigante que les pesa,
se les pone tiesa y así trabajan.

Donde felizmente asuma
el gran plan de privatización
del canal de Isabel II
pues el agua no es un recurso
limitado, aplaudan, aplaudan,
se está haciendo un bukkake
con los empresarios,
¡Viva!, ¡Viva!, ¡Aplaudan!

Cada vez que diga un porcentaje
sobre la gran cantidad de potaje
que su comunidad reparte
por los hambrientos
quítesele un cien por ciento
es, aproximadamente, lo que hacen.

Y si en algún momento
se le enerva dichoso el corazón
entre tanta promesa de cemento
tenga a mano un aspersor
no se le vaya a quedar exento
el tarro de la agonía,
a no creer debe acostumbrarse,
la presidenta lleva demasiado maquillaje
del malaje que tiene, del garaje
donde guarda el demonio
hecho estría que mantiene.

Eso sí, si lo que quiere
es un mundo perfectamente desigual
donde valga un millón la medicina,
donde clonen corbatas y peinados
y se bañen excitados en piscinas
los cuatro diputados de siempre,
vote y que en su culo explote
la alegría de vivir desigualdados,
infraternizados, desliberalizados
según la rubia del Madrid castizo
donde es postizo
el bienestar.

Así pues para entender
debidamente las palabrejas
del incoherente ser de casco nuevo
de la obra llena de maizales
usen la matemática función
inversamente proporcional
a lo pronunciado,
ése es el resultado
de la mentira.

Si quiere hacer algo
para la eternidad
vótela, vótela, vótela,
tendrá un chalé adosado
en el infierno.

Yo no lo he hecho
y estoy contento,
esperanza, te quiero,

Ay qué contento
estoy.

viernes, 8 de julio de 2011

Gastronomía

Hay una película muy curiosa por interesante en la que el protagonista afirma que le gusta la gastronomía pues disfruta de cocinar y de mirar a las estrellas ya que la misma palabra contiene a ambas formas de arte. Este hecho que aparece en el film “Un toque de canela” se podría muy bien aplicar a mí. Me gusta comer, ya lo digo, incluso más que mirar a las estrellas; me gusta incluso aunque no mire al mismo tiempo a los astros; del hecho da buena prueba mi hermosa envergadura. En Andalucía, a los tipos grandes como yo no se les llama gordos, se les dice “hermosoh”, como si tuvieran cierto encanto los kilos de más. Si la cosa ya se va de las manos se suele decir que estás “recio” pero nada de obeso o gordo o rellenito. Yo siempre he estado “hermoso” y es que siempre he tenido buena boca.

Me he criado entre los fogones de mi abuela materna y de mi madre. He tenido la suerte de vivir toda mi vida en un edificio de dos pisos, nosotros vivíamos arriba y mis abuelos en el piso de abajo así que los suculentos vapores de las ollas y el riquísimo olor del aceite caliente rondaban estas dos plantas en sentido ascendente y descendente para deleite de mis apetitosas pasiones culinarias. “Pedro, ven a probáh el arróh… Pedro, ven a probáh loh andrajoh…” y Pedro acudía encantado, de hecho Pedro sigue acudiendo siempre que surge la ocasión; me he hecho el probador oficial de los platos y como conozco los gustos de todos los de mi casa siempre he hecho interpolación para que el nivel de los condimentos esté en la media de todos los presentes paladares. “Le falta sáh, abuela… le falta cayena, mamá…” y estas dos preciosas mujeres me hacían caso añadiendo lo que mi lengua suponía. Recuerdo que en mi casa la cocina siempre ha sido un ritual, lo sigue siendo pero cuando me coloco a mí mismo en la infancia todo parece cubrirse de otro color. Allí estaba la abuela Juana moviendo el arroz con conejo, dejando que los granos se impregnaran de las virutas de color negro brillante de la sangre del animal. Antes de eso recuerdo al abuelo Sebastián cogiendo al conejo de las patas, colocándolo bocabajo y dándole un golpe maestro por debajo de las orejas dejándolo tieso en un instante. Yo lo ayudaba a quitarle la piel y a trocearlo para llevárselo a la abuela y que fuera ella quien nos demostrara lo que era capaz de hacer con él. Nunca fallaba, el arroz le quedaba caldoso, riquísimo… tengo que reconocer que mientras escribo esto se me hace la boca agua de imaginármelo. Ya se me hacía agua antes, me acuerdo que pillaba la barra de pan y metía el codo entero en la olla con el caldo. Me ponía “como el Kiko” como solemos decir allí. Como digo, en mi casa la cocina era el centro del hogar, allí comíamos y charlábamos. Allí pasábamos buena parte del día, yo estudiaba allí y tengo que reconocer que ese ambiente ha tenido mucho que ver con los éxitos académicos de entonces. De hecho creo que si esas paredes hablaran, contendrían buena parte de mi biografía y de la de los míos. Estoy seguro de que mis primeros poemas los escribí de niño mientras respiraba el aire impregnado del aceite de oliva de nuestra cocina. Claro que esa cocina no es como la que yo tengo ahora en Madrid que no está nada mal. Nuestra cocina era como un salón de los grandes. Estaba llena de armarios y para mayor capacidad disponía de despensa. Lo digo en pasado porque aunque siga existiendo ya no lo hace para mí pues no la disfruto tanto como quisiera. En fin, era una cocina colosal del tamaño del piso de mucha gente que hoy habite en la ciudad. En el centro había una mesa enorme donde nos sentábamos todos a la mesa; y nosotros somos familia numerosa. Muchas veces comíamos junto a los abuelos y el tío Alfonso con lo que se puede hacer uno a la idea del hermoso tamaño de que disponía. El salón lo dejábamos para las ocasiones especiales. Hay que decir que éste era aún más grande que la cocina por lo que resultaba aún más especial darle uso. Me refiero a la Navidad, a los cumpleaños y ese tipo de celebraciones. Aquello era una cosa tremenda; éramos capaces de llenar toda la mesa gigante de cosas para comer y aún nos faltaba espacio. Era una exageración pero puedo afirmar que nos lo comíamos casi todo con orgullo. “Un día eh un día” y de ese modo consolábamos el remordimiento por habernos dado la panzada de comer.

Por supuesto, había cosas que no me gustaban. Creo recordar que no podía con las habichuelas ni con las lentejas, no sé por qué pues ahora son de mis platos preferidos. Supongo que mis padres consiguieron que me gustaran a la fuerza. “Pedro, deja de jugáh con lah lentejah,… Pedro… que frío estáh máh malo… Pedro…” Y si Pedro conseguía no llevarse una “guantá” tenía lentejas para cenar y si Pedro no se las comía en la cena os aseguro que Pedro tenía lentejas el día siguiente. Al final uno comprendía que tenía que comerlas y supongo que así empecé a apreciarlas y menos mal. De pequeño uno no se da cuenta de las maravillas que hay en uno de esos platos; no caes en los detalles, pasas por alto la espesura del líquido que los acompaña, no aprecias la labor que ha conseguido que poseas ese lujo ahora sobre tu cara ni te das cuenta del estupendo sabor que hay en cada partícula que lo forma. De todos modos no fui nada malo comiendo, mi hermano Seba sí que fue un trasto; hasta le daban arcadas con la comida que no soportaba; aún hay muchas cosas que todavía no le gustan y por eso soy el primero que se pide siempre ponerse a su lado en las bodas. Menudo atracón de marisco me permito si así puede ser.

No recuerdo platos excesivamente elaborados. Estaban los potajes, que requerían su tiempo, pero no contiene mi memoria episodios de platos colosales por la plena dedicación que requerían. Lo que no faltaba ni falta son los estupendos fritos con aceite de oliva. Eso es una cosa que merece un homenaje en toda regla. Las cosas se freían, igual que ahora pero por Dios que no es lo mismo. Unos huevos fritos, unas habas fritas, unos hígados, las mollejas… todo acababa en un plato que rebosaba aceite de oliva y ajo. Yo seguía mi propio ritual para comer tales cosas: primero mojaba un trozo de pan en el abundante aceite verdoso, de ese modo apreciaba primero impregnados en él los sabores del alimento y sólo entonces lo probaba para mayor satisfacción. Igual que ahora se huele antes el vino yo lo hacía y sigo haciendo un chequeo al aceite que acompaña a la comida. No me falla ese primer encuentro. Lo del aceite es pura pasión, es casi una enfermedad. Yo la poseo, como jiennense que soy de nacimiento, pero lo de mi padre y mi hermano ya es una locura. Uno de los postres favoritos de mi padre consiste en comer chocolate mientras lo acompaña con pan mojado en aceite de oliva crudo. Se come así casi todo, especialmente el pescado frito: se come el boquerón con un trozo de pan bañado en aceite. Por las mañanas se hace sus tostadas con aceite de oliva y sal, restregando antes un diente de ajo sobre la rebanada y luego, no te lo pierdas, pilla y se come el diente de ajo, así en crudo y tal cual. Lo más salvaje es que todos los días en cuanto se levanta coge la aceitera y le da un sorbo sin el menor escrúpulo, ahí ya no llego yo; no sólo eso, mi padre se come el cocido de un modo muy especial, se pone los garbanzos y el resto de verduras sin caldo en un plato, los machaca con el tenedor y le añade un buen chorreón de aceite, lo he probado y está bueno aunque yo lo prefiero en la forma convencional. Mi hermano, por su parte, es lo que decimos “un cocinica”, le gusta mucho cocinar y lo hace muy bien, eso sí, todo bañado en litros y litros de aceite. La última vez que estuve con él lo vi mojar el aceite en una rebanada de pan previamente untada con paté de perdiz también de nuestra tierra. La verdad es que lo probé y es una maravilla para el paladar. Lo más llamativo es que se hace unos mejunjes, siempre con aceite, que son una delicia.

Del aceite de oliva virgen extra de Jaén he de hablar al menos un párrafo más. Es, sin duda, el elemento que considero clave pues así lo ha sido en mi cocina. No concibo prácticamente ningún plato que me merezca la pena que no lo lleve. No estoy hablando, ojo, del aceite que se vende en los supermercados, por mucho que digan que sea virgen y que sea extra y que sea de Jaén; sé de lo que hablo y tengo que especificarlo. Me estoy refiriendo al aceite de color amarillo verdoso parecido a una mezcla de dorado y bronce. Aceite espeso y agrio que hace que se formen posos en los recipientes que lo contienen en su parte más inferior y que desaparece con la subida de la temperatura. Me refiero a un aceite que huele a campo, huele exactamente igual a como te huelen las manos un día de estar recogiendo aceituna; como las gigantescas mamblas donde se juntan los montones sobre los lienzos en el campo. Huele a tierra y a árbol, huele así al natural, en crudo. De pequeños lo comíamos solo sobre el pan, hacíamos una cosa que los cordobeses llaman “juyo” y que consiste en que se coge el codo del pan se le saca el “miajón”, se baña en aceite y se le introduce de nuevo la miga en el interior. Nada más fácil ni más rico. Mi abuela solía añadirle azúcar o incluso colacao, el resultado era espectacular. En mi Andalucía querida las ensaladas rebosan de este aceite y no exagero. Casi toda la comida está bañada en él y estoy seguro de que mi padre tiene más de aceite que de hombre. Hay una película que se llama “Lorenzo´s oil” y bien podría estar dedicada a la pasión de mi padre por este líquido hermoso.

Cuando me fui de mi Jaén natal para venir a Madrid a estudiar eché de menos dos cosas principalmente: a la familia y amigos y a la comida de mi tierra. No es que en Madrid se coma mal; sé que en toda España se come de lujo, lo que pasa es que yo entré a vivir en un colegio mayor, una residencia de estudiantes donde no se comía mal pero tampoco era lo que se cocinaba en los fogones de mi abuela. Las cosas llevaban aceite pero, claro, no era el mismo. Algunos platos dejaban mucho que desear pero fue aquí donde aprendí a comer de todo y a apreciar cosas a las que antes no daba tanta importancia. Luego me fui a vivir con un compañero en mi piso actual y ahí tuve que arreglármelas en la cocina. Nunca se me ha dado mal; reconozco que es muy difícil que alguien haga una tortilla de patatas mejor que yo aunque todo lo que sé se lo debo a unos amigos vascos que son otro pueblo que sabe desenvolverse perfectamente en la cocina. Fue en Madrid donde aprendí a hacer las cosas que siempre había visto hacer de mano de las mujeres de la familia: he hecho el arroz con conejo de la abuela Juana, los asados de mi madre, los postres de la abuela Blasa… todos en plan mediocre al principio pero fui mejorando. Ahora soy otro “cocinica” como mi hermano pero no dispongo de tiempo con lo que muchas veces tengo que conformarme con el cocido y las lentejas que venden en lata en los supermercados o con los tomates que no le llegan ni a la base a los de mi Granada o con, en resumidas cuentas, los productos que puedo adquirir aquí. Los hay buenos, claro está, pero a un precio que ni me planteo gastar para conseguirlos. En mi tierra las cosas son diferentes, claro. Está el Antonio que te da tomates, está el Rules que te trae el pescado a primera hora y casi vivo, está el Kiko que te pone unas tapas para chuparte los dedos o está el Jose que te trae unos conejos que “eso sí que son conejoh”.

Además tengo la suerte de tener a Isel a mi lado. No conforme con llenarme la vida con su presencia también es capaz de contentarme el estómago. Ya me he familiarizado con la comida típica de su país y me como los frijoles como las aceitunas. Hasta hemos inventado algunas tapas mezclando cosas muy suyas con otras muy nuestras: ahí nació nuestro mango con jamón, o nuestras enchiladas con un chorreón de aceite, o algunos postres que nos inventamos sobre la marcha. Estamos haciendo alta cocina de fusión y nos gusta traer a los primos a casa para contentarlos con nuestros inventos. Y no fallamos, la reunión suele durarnos un montón y eso es buena señal.

En fin… seguiría contando… pero me ha entrado un hambre…

martes, 5 de julio de 2011

Seamos realistas: pidamos la utopía, de Julio Anguita

Hay quien toma utopía por quimera y se confunde.
No soy de los que se enfadan cuando lo califican de utópico, para mí es un piropo. Claro que lo soy. Se trata de la nostalgia de futuro.



La utopía es más que necesaria; afirmo que la utopía es lo que diferencia al hombre del caballo (como decía un viejo profesor que tuve), es lo que hace al ser humano, humano, lo que le da sentido y lo completa. Por ejemplo, sin ella no habríamos alcanzado nunca el seguro de enfermedad, ni las más elementales pautas de comportamiento jurídico internacional (aunque después los que tienen el poder se lo cepillen todos los días a su santa conveniencia). Creo que se me puede entender cuando me refiero a lo que permite escapar a la animalidad, dejar de ser virus o bacteria para hacerse hombre. Gracias a esa hermosa utopía hemos podido llegar hasta aquí, ni más ni menos, para vivir en una zona del mundo con un determinado nivel de bienestar. Aunque también es verdad que la mayoría de las veces es a costa de los otros mundos del planeta Tierra.




La utopía es el requisito básico para ser una persona de izquierdas, o mejor aún, es la primera virtud. Cuando me lo dicen con intención de ofender, les tengo que dar las gracias por el comentario (y eso que no lo hacen con ganas de alabar sino todo lo contrario): “Sí, señor, claro que soy utópico, por supuesto que sí”. Una persona de derechas es aquella que se beneficia de las conquistas de los utópicos porque no quiere que los beneficios sociales se apliquen nada más que a su casta, a su gente. Lo más que hace es afirmar que está de acuerdo con el bienestar general, pero no se siente concernido en la toma de conciencia y de responsabilidad para conseguirlo. La derecha, en el fondo, es una eterna contradicción entre la evidencia y sus intereses. Esta Europa nuestra que ha levantado un monumento a la razón crítica con Kant, Spinoza, Leibniz, Hegel, Descartes y demás, aquellos grandes pensadores que han sometido al mundo a la racionalidad de sus concepciones, cuando llegan a la economía atribuyen los vaivenes a cosas tan intangibles como “la mano invisible”, o “la fluctuación de los mercados”; para mí es la gran contradicción de la derecha. Por un lado pide racionalidad, pero cuando llega la hora de aplicarla a los ámbitos de sus intereses hace ideología de la “no ideología” del mercado, ¿no parece curioso? Pasan del discurso de Descartes como ejemplo del método racional a palabras que diría un mago de la tribu. Se debe admitir que hoy en día una parte que se autocalifica de izquierda ha entrado también en esa situación de ruptura entre principios y prácticas. Cuando hablo de lo que es izquierda y derecha me remonto a Heráclito y Parménides; al momento en el que este último dice: “Las cosas son como son y no pueden cambiarse”, se refiere a la derecha. Mientras que Heráclito era autor de la idea del “todo fluye”, y por lo tanto susceptible de cambiar: ahí encontramos un ejemplo de un concepto de izquierdas. En ellos dos anclo esos conceptos que cristalizarán siglos después en la Revolución francesa y pasan a nuestros días tal y como entendemos a la derecha y a la izquierda.




Cuando aparezco en cualquier auditorio para dar una conferencia sobre la república hablo de deberes de los ciudadanos, de un cambio de transformación en la manera de pensar. Antes de comenzar les digo que si hay alguien que cree que la república se limita al cambio de la bandera, el himno y el exilio del rey, anda muy equivocado.
Ser republicano es un sentimiento cívico, es parte de un proceso constituyente que forma una cadena del cambio de la sociedad. La república es para hombres y mujeres con conceptos cívicos y éticos forjadores de un entramado de derechos y deberes.
En el fondo, es la transformación social desde otro enfoque. Y alerto de que des mejor que la discusión la abordemos desde la izquierda, no vayamos un día a encontrarnos con una república propugnada desde la derecha, y sé a lo que me refiero.




La utopía la manejamos más los que pasamos por la generación del 68. Los que fuimos hijos de la España pobre y dura en la que cuando podías comer te sentías un afortunado. Me refiero a esa época en la que se remendaba la ropa para que durase más, y también se zurcía. Ahora los niños no conocen las coderas, salvo que se hayan puesto de moda por alguna marca. Pero no me refiero a las coderas que pueden ser un recurso estético sino a las que salvaban un jersey de un invierno cuando el frío era tan cotidiano, también en las casas muy mal acondicionadas para las inclemencias.
En mi generación, nada de tirar cosas, todo se aprovechaba y la ropa pasaba del hermano mayor al hermano pequeño para completar la cadena de la economía de subsistencia.
Por eso, cuando nosotros pudimos tomar una cerveza sin hacer economía lo consideramos como una sonrisa de la vida. Tener un coche, aunque fuera un seiscientos de cuarta mano, era una noticia de primera página, porque hasta ese momento sólo habíamos conocido la negrura, la escasez, la necesidad. Fuimos criados en la austeridad que imponía estudiar como tabla de salvación para salir del agujero social, había que hacer un nombre, decían entonces los mayores. Así que cuando el mundo se nos abrió con sus posibilidades técnicas y económicas, nos convertimos en las personas que más disfrutamos de aquello que se nos ofrece (digo que mucho más que nuestros hijos).
En mi juventud era imposible pedir dinero para comprar alguna cosa que se saliera de lo corriente, es decir, unas pipas y poco más. Entonces no nos parecía una penuria excesiva porque era todo lo que teníamos por delante. Por eso cada cosa que “arrancamos” a la vida la disfrutamos más, le sacamos mayor partido, sabemos lo que es vivir sin recursos, y de repente alguien nos ha abierto la puerta del escaparate para coger los caramelos sin fin.
Y cuando me refiero a las penurias económicas también podía hacer un epígrafe de la escasez sentimental. En aquella España pacata y recelosa, donde se rendía culto a la muerte con lutos muy largos, si tocabas a una mujer era para toda la vida. Era corriente que las parejas no tuvieran período de rodaje, ni tampoco se podía devolver al otro si no te gustaba del todo; una vez que se le quitaba el precinto al amor, era para toda la vida. Cuando digo precinto no me refiero a otra cosa que a coger de la mano a la chica que te gustaba, aquello era un ataque a la moral y a las buenas costumbres. La frase “para toda la vida” suena a condenación eterna. Las mujeres, para nosotros, era lo que dijo Buñuel: ese oscuro objeto del deseo.




Habíamos sido castrados por la Iglesia católica que sólo nos dejaba la intimidad del pensamiento en nuestro cuarto, pero luego había que pedir perdón por haber sacado la imaginación de paseo por el jardín de las delicias. ¡Qué cosa más ridícula y tremenda!
Por ejemplo, mis padres nunca salieron a cenar con unos amigos porque su economía no se lo permitía. Hoy, a diario puedes encontrarte con millones de parejas que cenan fuera de casa porque no les apetece cocinar. Las grandes citas gastronómicas, por la cantidad y no por la calidad, estaban reservadas para las comuniones y las bodas, cuando las familias quedaban para comer juntas, y en gran cantidad para que se viera; como se decía antes “lo que honra es lo que sobra”.





Corazón Rojo. La vida después de un infarto, de Julio Anguita González, Edición de Rafael Martínez-Simancas, Esfera de los libros, 2005, páginas 125-129

viernes, 1 de julio de 2011

Duermevela

Cuando duerme
con los ojos grapados de intrusismo,
la vida es una guerra acorralada.

Basta mirarla para entender
que no hay calor que pueda transgredirme,
que amanece sólo por su pecho,
que hay una paz absolutamente innecesaria.

Todas las revoluciones
están en su barbecho
si todos mis sentidos
le calan la pestaña.

Salvado por su duermevela
despierta el mundo en camarilla
el subrepticio amor
de sus instantes.

Cuando abre los ojos,
con el universo romo y pleuresía,
la voluntad es un veneno miserable.

Moderna Esclavitud

Llegas tarde a tu puesto de esclavo
con la epopeya hasta arriba de desgana,
te colocarán en la cadena de montaje
y te despiezarán.

Ahorrarás lo justo
para disgusto
de ti.

Te alquilarán un trozo de parcela
que te harán creer ser tuya,
tendrás tu coche, a la noche
harás el amor a tu mujer
mientras te montan
y te hacen mondas
los sudores.

Como la propia trama
te corrompe
rompe a llorar
tu eco:
No
mía
es la culpa,
no mía
la estrategia,
te dirás.
Y un día de estridencia,
con la cenefa de tu hartazgo
escopeta en mano y alegría
romperás la red de los deudores.

Y habrá una cárcel para ti
más física que la metáfora,
y en las ánforas meterán tu nombre
y llorarás por tu pecado.

Si cada vez que haces algo
tu España se vertebra,
rómpela,
rómpela,
yo te ayudo esclavo,
te ayudo yo.