miércoles, 29 de junio de 2011

Crónica de mi cambio de padecer

Fue este viernes por la tarde, ahí empezó todo. Isel llegó a casa y me encontró en mi posición de máxima agonía. Estaba tumbado, en posición fetal en el sofá con la tele de fondo y sin prestarle atención, los ojos en trance y los pulmones luchando por respirar. No sé en qué pensaba, no me acuerdo y seguro que no era importante. Simplemente mantenía un combate conmigo mismo, otro más. Estaba allí, centrado en no hacer absolutamente nada y, entonces, un puñetazo en todo el vientre, una llave que me doblaba la espalda, un tirón de pelo, un codazo en el glúteo, un pellizco en la nalga… Digo que no recuerdo por qué me di tal paliza pero sí los golpes. Isel, consciente de mi lucha; ella, que suele estar cansada los viernes por la tarde, me sorprendió que aquel me animara a ir con ella a la biblioteca, es algo que solemos hacer los viernes y otra de sus tácticas para sacarme de mis eventuales estados convalecientes.



El viernes: menudo día. En la biblioteca elegimos cada uno tres películas: yo, V de Vendetta, Isel, Tiana y el sapo, Yo, Entrevista con el vampiro, Isel, Cuento de Navidad, yo, 1492, Isel, En busca del dorado. Luego miramos los libros, yo me voy de cabeza a la sección de poesía e Isel se queda entre los estantes de psicología y astrología y se pilla dos que luego usa, por el camino, para sacar juicios astronómicos sobre mí. El camino de vuelta a casa lo hacemos lento, demasiado lento. Isel suele evadirse en la lluvia pero no en el calor y me extraña que, a cada rato, se pare a mirar una fila de hormigas en la acera, unos niños jugando en el tobogán, dos perros iguales que parecen hablarse uno frente a otro como ella y yo nos hablamos cuando no hay nada más que decir. Me invita a sentarnos en un banco y saca uno de los libros que lleva entre los brazos, me lo pasa con timidez porque sabe que detesto ese tipo de literatura, si es que se le puede llamar así: Aprenda a leer el rostro de las personas. Suelto una carcajada porque la propia Isel se ríe de ella misma al verse interesada por temas así. Entonces abre las primeras páginas y compara los dibujos de las cejas con las mías, en seguida encuentra la que más se me parece y empieza a describir el significado: Persona seria y responsable, con tendencia al éxito. Las personas con las cejas pobladas tienen capacidades innatas para el aprendizaje y el desarrollo profesional, blalblalblaalblalblaal…. Muy pronto le pongo tres o cuatro ejemplos de personas con tales características y en las que nada tiene que ver el pronóstico. No contenta con ello Isel se pasa entonces a los ojos y nuevamente lanza su veredicto. Yo intento explicarle la inmensa chorrada que me está contando y, poco a poco, empieza a desistir aunque sigue ojeando el libro mirándome a la vez. Yo abro uno de los míos y leo unos minutos mientras sé que ella encuentra perfecta concordancia entre mis rasgos y los que se explican en su libro irrefutable. Le doy un beso porque el sol reflejado en la pared blanca de enfrente hace que le brillen los ojos aceituna. A continuación me dice, no te lo pierdas, que quiere ir al parque y no es Isel chica a la que le guste mucho pasear. Como no me apetece le digo que no, entonces propone ir a tomar una caña y ahí sí que no me niego. La cerveza está helada y eso me levanta un poco el ánimo, no soporto el calor, no me deja dormir y yo tengo que dormir para no hablarme demasiado. Isel no para de mirar el teléfono, la noto nerviosa, a penas bebe de su cerveza que acabo por tomarme yo y me mira como si algo estuviera a punto de suceder. De repente y, cuando yo ya empezaba a animarme y estaba a punto de pedir otra birra al camarero me plantea irnos y así hacemos porque percibo que es lo mejor. Si toda la tarde me había arrastrado a paso de hormiga por las calles, ahora se mueve deprisa y está deseando llegar a casa. Me enfada un poco y se lo hago saber: Isel… ¿qué prisas tienes? Antes me parabas para ver un hormiguero y ahora mírate… Sí, perdona… es que quiero ir al baño. Ahhh…




Los cinco minutos que separan el bar de mi casa son suficientes para que vuelva a sudar lastimosamente y me regrese el mal humor. Nada más entrar, ya por el pasillo y de camino al dormitorio, empiezo a quitarme la ropa para meterme de cabeza en la ducha. Cuando entro en la habitación: ¡¡¡Búuuu….hhh!!! Hay dos personas conocidas, muy conocidas. Me asusto porque los muy graciosos estaban esperando tras la puerta y me dieron un susto de muerte. Eran mi hermano Seba y su novia Carolina. Se ríen por mi reacción cobarde pues yo ya iba a esconderme o a coger el cepillo de la cocina o a esconderme detrás de Isel o yo qué sé. Al verlos allí, inesperadamente, me da un subidón de adrenalina, me siento embriagado, así, en décimas de segundo planifico un nuevo fin de semana diferente; los abrazo, les doy dos besos, caray, digo, vaya… no lo esperaba… y entonces Isel se ríe y ya me cuenta que me estaba entreteniendo todo el rato para que ellos entraran en casa en mi ausencia. Vaya tres. En seguida les conté mis planes de los últimos días, mi deseo de escapar lo más posible de la mano de los empresarios para hacerme yo mismo uno con un pequeño local donde impartir unas cuantas clases y nada más. Tanto es así que lo primero que hice fue llevarlos en coche al local que nos ha gustado a Isel y a mí y en donde soñamos probar un nuevo comienzo. Les gusta y hacen que me guste más a mí y que me lo imagine con su cartel, con sus alumnos en la puerta fumando un pitillo entre clase y clase, con las carpetas, con la bonita Isel en el escritorio facturando los futuros. Para celebrar la nueva y buena venida nos vamos al bar a seguir charlando y tomar unas cervezas. No nos liamos porque, en seguida, planeamos el sábado y en el tendedero de las ojeras de todos cuelga el cansancio de toda la semana y que tarda toda una noche de viernes en secar.

Al día siguiente me levanto muy temprano, sí, sé que es sábado pero yo madrugo todos los días aunque no quiera, debe ser genético. Veo que mi padre ya me hizo una perdida un poco antes y me imagino qué hará a esas horas. Yo me pongo con mi proyecto de empresa el cual quiero terminar cuanto antes y presentarlo al banco a ver si se digna a echarme un cable. Isel se levanta la segunda, viene al salón, y me da un beso con sus ojos de zombie. Hablo un rato con ella porque para ese día teníamos programada una barbacoa por la celebración de su prima en Paracuellos del Jarama. Dice que no pasa nada, que aunque haya venido parte de mi familia pasaremos a saludar, felicitarla y nada más. Eso sí, haremos chimol, cosa que ya se lo prometió a sus primos (el chimol es un acompañante de las barbacoas hondureñas y consiste en una vinagreta de pimiento verde, pimiento rojo, tomate y cebolla muy picados acompañados de una pizca de sal, aceite y vinagre). Nos tomamos la mañana con tranquilidad, desayunamos todos juntos y luego salimos a dar una vuelta. Cuando es la hora, marchamos a Paracuellos. Nada más entrar por la puerta y para mi sorpresa, me lanzan globos y todo el mundo empieza a felicitarme. Pensaba que era una broma o que esperaban que llegara la del cumpleaños pero no, qué va. La bonita Isel me había preparado una fiesta sorpresa en mi honor; por una parte para celebrar mi cumpleaños el cual me niego a celebrar todos los años y que fue el 6 de mayo; por otro lado, para hacerme ver que no estoy solo, que hay mucha gente que me quiere y que está ahí, eso último mucho más importante que las vueltas que ha dado la tierra alrededor del sol y que yo he podido contar. Tardé más o menos media hora en ser consciente de ello, tardé más incluso. Resulta que sí, que llevo bastante tiempo un poco deprimido y no por sentirme solo pues la soledad es un terreno que conozco bastante bien y aprecio aún más. Es por cosas que ya he contado aquí y que soporto como otras muchas personas. Me siento estafado cada vez que salgo a comprar lo más mínimo, no digamos ya con el trabajo; me da asco darme cuenta y ser consciente de la inmensa manipulación y que parece abarcarlo todo. Me afecta y me entristece. Menos mal que últimamente me llaman mis alumnos con sus resultados estupendos en selectividad y demás asignaturas. Ayer mismo me entero de que he ganado un concurso de matemáticas. En fin… no está mal. Pero como ya llevo meses en los que estoy hasta los mismísimos de depender de cuatro inútiles, de que me pongan mala cara hasta para elegir mis propias vacaciones, de ser algo que no me dejan desarrollar… pues me planteé el hecho de hacerme autónomo y comencé a estudiar todos los pasos a dar. Supongo que no será muy difícil conseguir el trillón de permisos y licencias, el problema es que nada más empezar, con toda la ilusión del mundo, empiezan a venir los problemas. Los locales piden, no te lo pierdas, cuatro meses de antemano, el propio primer mes, dos meses de fianza y un mes de agencia porque también la inmobiliaria tiene que pillar cacho. Así la mayoría, los demás que si aval que si nóminas que si foto de mi frigorífico abierto, que si marca de coche y calzado… la madre que los parió a todos. Y en el banco se descojonan por lo bajo cuando les pides un crédito, uno pequeñito para cubrirte las espaldas antes de tirarte a esta inmensa piscina sin agua. Al director se le iluminaba la cara al leerme los suculentos intereses. Toda esa amalgama de vivencias consiguió que mi carácter fuera aún más agrio y es lo que movió a Isel a prepararme la sorpresa. La preciosa Isel… es tan inocente que todavía no se ha dado cuenta de que la mayor recompensa que he obtenido en mi vida es ella misma sin más; lo que pasa es que al tenerla a ella a mi lado me gustaría dedicarme de lleno a algo que me gusta de verdad y sin que nadie me ande tocando las narices constantemente y que no se las toquen a ella, ya no, nunca más, no ahora.

Y voy a hacerlo, lo supe cuando estaba allí, en Paracuellos del Jarama, a las seis de la tarde, con buena parte de mi familia alrededor y de Isel, tomando unos vinos y riéndonos de todo. Lo supe justo cuando mi hermano le daba la vuelta al costillar y mi cuñada se reía a la sombra de las sombrillas, cuando mis nuevas primas de Centroamérica compartían su música y hablaban del sol al otro lado del Atlántico pero lo supe sobre todo cuando Isel me miraba sin miedo, cuando Isel me abrazaba y me hablaba de que sus primitos fueron quienes inflaron los globos que ahora estallaban a modo de celebración por el calor del Madrid veraniego. Fueron los globos, yo miré esos globos que reventaban por la presión, por una teoría cinética de los gases de lo más simple, fue por los globos reflejados en los ojos de Isel que yo me vi a mí mismo hincharme hasta ocupar todo lo que mi carne era capaz de soportar y entonces: plaaaaffff!!! Ser aire, ir al aire y respirarlo con todos mis átomos abarcando la atmósfera. Me sentí a gusto y vi con claridad todo lo que sería capaz de hacer por esa chica extraña que ha despertado a mi dormido.




A veces explotamos porque el aire ha de ir al aire si se quema de presión. Y todo eso empezó el viernes por la tarde. El viernes, menudo día para ser un globo.

jueves, 16 de junio de 2011

Estorbo

Yo he crecido y alardeado de viento,
yo he mirado a las cosas desde mi altura
y me saquearon los frontispicios,
yo he llegado tan alto que apenas he alcanzado
a ver.

También yo he esperado mi turno,
también yo he dormido pensando en la gloria,
y me enamoré de los azulejos de la acera
y conté hasta decir basta
y lo repetí:
basta.

Yo he crecido en el pueblo de todos los miramientos,
he sido yo el que huí de la sombra de los susurros
hasta alcanzar la cima del aquelarre
donde todos gozan sin saber honrar
el bien.

Yo he huido
del mal
para
encontrarlo.

Y a mi casa vinieron a vivir los francotiradores
para llenarme la actitud de varicela,
y he tenido miedo de tener miedo
y he soñado hasta enloquecer.

Es ahora
que Isel me quiere
que no debato.

Sólo trato
de estorbar
y, entonces,
la vida.

lunes, 13 de junio de 2011

Volver

Los pintores saben muy bien lo que es la luz y mi pueblo, como pintor, lo sabe. Amanece en él el verde oliva cada mañana bordeando de sol la cáscara de yeso de las casas repartidas en cuadrículas más o menos dispersas. Uno de los espectáculos más hermosos del mundo sucede cuando mi pueblo se pone a pintar tan pronto le llega la luz. Asomados al balcón, Isel y yo esperamos a que el cielo saque su paleta y nos muestre la vida: al fondo la iglesia de San Juan Evangelista sobresale de entre el resto de edificios alzando al aire su cabeza de renacimiento. Tras ella, lejos, pero la perspectiva hace parecer que más bien cerca, una oleada de humo se levanta dando un aspecto tétrico y medieval a la vista, llenando el ambiente de un olor fuerte en exceso; se trata de la orujera que no cesa en su batiente hoguera de sueños. Todos los rayos de las primeras luces le entran en cónica a Isel por los ojos. Ahora hay dos sumideros en la terraza, el del agua y el de la luz a cubos por las persianas de mi poesía.



Conforme avanzo por las calles, ya fuera, miro detenidamente las esquinas: allí un beso, allí la primera caída con la bicicleta, aquí la pelea con el amigo, en aquel otro lado los intercambios de cromos, la última vomitona, el accidente de coche, el sitio donde aquella chica me abrazó, donde jugábamos a la peonza, donde la muchacha me decía adiós… y ahora todo diferente, un local nuevo donde antes había nada, una urbanización gigante donde corríamos con los perros, hacíamos cabañas y entendíamos, por primera vez, el amor.




Mi hermano decide llevarnos a la Peña del Águila, la parte más alta de la montaña en cuyos pies nacimos. Subimos en el Land Rover de mi padre. Delante mi madre habla sin parar hasta dotar al conjunto de pinos de experiencias. Detrás mi cuñada, mi hermana, Isel y yo miramos por la ventanilla las grandes formaciones de roca, las ardillas asustadas tras nuestro paso, una cabra perdida, la ausencia total del pastor. Alcanzada la cima salimos y miramos la altura, yo calculo más o menos el tiempo que tardaríamos en caer: 7,65 segundos. Isel saca la cámara y empieza a hacer fotos del plano de Mancha Real pues visto desde allí es más o menos como lo ven los pájaros y los delineantes. Nos sentamos y charlamos. Nadie quiere irse porque descubrimos, de repente, que allí podemos respirar. Aún así tengo mucho que hacer todavía y bajamos de vuelta al pueblo. Por los caminos: las fuentes naturales de agua, los refugios de los pastores, las mesas, los miradores, los pinos altísimos que puso mi abuelo en el 46.




Le digo a mi hermano que me lleve al cementerio porque quiero visitar a María Teresa, a la abuela Blasa y a mi hermano. Isel casi llora o no lo hizo por estar mi madre cerca cuando descubre mi nombre en una lápida blanquísima. Con mano maestra mi madre quita las flores más estropeadas y deja el jarrón con los mejores gladiolos. Mi hermana Virginia me lleva hasta el monumento de los muertos por la libertad donde yacen antiguos familiares que perdieron la vida por no saber el bando del que eran, por luchar por un trozo de pan, por no ir todos los domingos a la iglesia o por estar en el sitio equivocado, en la fecha triste equivocada, a la hora de su propia muerte. Salimos y damos una vuelta por el pueblo, nuevamente en cada esquina hay una historia que sólo saben los hijos de los hijos de las golondrinas de entonces. Visitamos los olivos del abuelo, la casa que empezamos y está a medio terminar, el taller abandonado, el polígono industrial abandonado, la casa de la abuela Blasa. Me fijo detenidamente en las personas que transitan las calles y los recuerdo, me encargo de buscar los parecidos y me salen ascuas en la memoria. Regresamos a casa y comemos más de la cuenta como siempre. El abuelo se pone contento con el vino y nos cuenta sus chistes más picantes, faceta que descubro o que, hasta entonces, había pasado desapercibida para mí. La abuela me coge de la mano y me traslada también a otra época, a las mismas calles que acabo de ver, aún más atrás de lo que había viajado unas horas antes. El exceso de cerveza y la consecuencia de viajar tantas veces en el tiempo hacen que me sienta muy cansado y, por ello, marchamos de nuevo a casa de mi hermano a dormir la siesta. Al final todos duermen menos yo, que sigo intrigado por la geografía que me envuelve y que me resulta, en parte, desconocida, después de tantos años en Madrid y sin molestarme por buscar mi pasado.




Cuando todo el mundo despierta de la siesta, siesta larga y andaluza, vamos a comprar al supermercado. Compramos más de lo que necesitamos y regresamos a casa a preparar una suculenta cena para el momento en que vengan algunos amigos. Nos comemos todo lo comprado y algo más y, por supuesto, el tema central de la conversación es la comida. Intento sacar el tema de los indignados, del movimiento 15M y esas cosas pero los jiennenses están tan azotados económicamente, tan destrozada su sustentabilidad que les importa un comino. Arropan a la queja pero mañana irán otra vez al campo, el campo va a seguir ahí, el pueblo seguirá blindado por el ejército de olivos inamovibles que velan gota a gota por su templanza y no se quejarán, qué se van a quejar a estas alturas con todo lo pasado ya. Por eso hablan del jamón del otro día, del queso de Noalejo, del chorizo de Antonio, de los dos conejos que va a traer el Jose cuando venga a Madrid para hacer un arroz… La conclusión es alucinante: mientrah no noh farte pa coméh amoh a tiráh palante…




Al día siguiente veo amanecer de nuevo. El cielo va abriendo su boca hasta que le distingo el gaznate a la oscuridad. Estaba previsto visitar a Doña Carmen y así hacemos. Le llevo el poema que le escribí dos años atrás cuando se jubiló y ella me regala un bolígrafo de los buenos. Hablamos de entonces otra vez. Mira a Isel y le cuenta cómo era yo y, al relatarlo, me descubro pues me había olvidado. Nos cuenta que guarda mis redacciones y mis trabajos, que se acuerda del día en que me regaló las rimas de Bécquer cambiándome por completo la existencia y yo la veo igual, como siempre y casi me asiento en el pupitre de su ojo a verla dictar sus enseñanzas. La visita es rápida pero suficiente para verme allí, el día en que me iba del pueblo y así lo viví a la vuelta, que hice serio y sin hablar prácticamente nada con Isel.




¿Compartes conmigo tus pensamientos? Me dice la bonita Isel con su sonrisa y yo le digo No, un no tajante y serio y sigo ahí, en el coche, centrado en no pasarme de los 110, regresando a Madrid sin saber muy por qué y me acuerdo de mis dieciocho, la primera vez que iba solo a la ciudad, con mi matrícula de honor, con mis sobresalientes, con mis recortes del periódico por los resultados excelentes de mi selectividad; ahí sigo mientras atravieso Despeñaperros y la anchura de Castilla-La Mancha con mis premios de poesía, con mi placa y mi condecoración, con el recopilatorio de mis dieces en todas las asignaturas, dispuesto a llegar a Madrid, esa cosa que suponía a mi altura, dispuesto a comerme la cabeza de mis profesores de carrera, dispuesto a cambiar el mundo con mis ideas de solidaridad… Y luego nada y, más adelante, menos y luego a tomar por culo todas las inquietudes de entonces. Porque resulta que Madrid te come a ti, que los profesores te comen a ti y que no vas a ser en tu vida Marie Curie ni investigador ni ostias… porque te va a contratar una empresa privada que te hará privado y te privatizará todas tus horas para privarte, y lo dice la palabra, de todos tus sueños, de toda tu ansia de volar. Sí, así venía ayer por la tarde, contando casi uno por uno los kilómetros que faltaban para llegar, preguntándome qué hago yo aquí, qué diablos vengo a hacer o vine a hacer. Entonces Isel me pone la mano en la pierna, me mira y me sonríe y yo la miro y caigo en la cuenta de ella y digo Dios mío, y digo claro, ahora lo sé, todo tiene sentido.




¿Ya regresaste? Me pregunta ahora. Sí, le digo, ya estoy aquí contigo, ya pronto llegamos a casa y ahora entiendo por qué.

Si los tiburones fueran hombres (Bertolt Brecht)

— Si los tiburones fueran hombres -preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona- ¿se portarían mejor con los pececitos?



—Claro que sí -respondió el señor K.-. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografías para mejor localizar a los grandes tiburones, que andan por ahí holgazaneando.




Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones.




Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma, se les concedería una medalla de varec y se le otorgaría además el título de héroe.




Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces.




Habría asimismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones.




Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos, y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.







Kalendergeschichten
Bertolt Brecht

viernes, 3 de junio de 2011

Promesas

Recuerdo que cuando éramos pequeños, no sé por qué razón, había un momento en que en el colegio nos preguntaban por la profesión de nuestros padres. Yo escribía con mi buena letra de entonces: Mi madre es ama de casa y mi padre es metalúrgico. Siempre escribía lo de metalúrgico con cierta desazón porque no sabía muy bien ni lo que era ya que yo consideraba a mi padre un herrero o un guerrero o algo con un tono más salvaje pero alguien me explicó que metalúrgico sonaba más grandioso y así quedó durante años. En cuanto a mi madre, prefería poner lo de ama de casa frente a “Sus labores”, cosa que me parecía del todo incierta, ya que mi madre se dedicaba a “nuestras labores” y ama de casa se correspondía mejor con su profesión; por cierto, una de las más duras y sin cobrar ni un duro por ello.

A veces me da por pensar en mis hijos porque quiero tenerlos y con Isel, aunque sea por fabricar entre los dos los ojos más hermosos y poderosos del mundo. Pienso en ellos y no sé si alguna vez tendrán que pasar por ese apuro de explicar a qué se dedican sus padres. A mi hijo le diré que ponga en ese papelito que su padre es esclavo profesional y su madre tiene un máster en esclavitud. Es como me siento últimamente y tengo que decirlo para calmarme. Supongo que hay días buenos y malos; yo los tengo malos y luego regulares. Sólo con Isel vivo instantes pequeñísimos que no caben en el recorrido de un segundo a otro y que me llenan de una absoluta felicidad inadecuada hasta para mí. De verdad que últimamente ya no me quedan fuerzas ni tengo ganas y total, para no tener nunca un euro ahorrado porque cuando empiezan a venir las facturas en estampida arrasan contra todo mi trabajo para llenarse los bolsillos con mi pena. Y es que hay cosas que no entiendo; diré unas cuantas, así a botepronto: por ejemplo, no entiendo que en la factura de la luz venga siempre un suplemento para el aparato de medición del consumo, yo creo que con los años que llevamos pagando ese puto aparatito que no vale nada ya se habrá amortizado el dispositivo; no entiendo las derramas, cómo puede tener tantos accidentes cerebro-vasculares un ascensor; no entiendo las contribuciones, por qué tan caras y para qué; no entiendo las tasas de recogida de basuras que nunca han existido y que ahora me vienen en tropel (aquí hago una breve parada para mostrar este mensaje que me acaba de mandar Isel: Qué ganas tengo de que pasen las horas, los días, los meses y poder dejar esta basura de trabajo ); no entiendo, de verdad que no, a cómo está el kilo de tomates cuando sé de buena mano a cuánto se lo pagan al agricultor; no entiendo el hambre de los coches, la poca vergüenza de los políticos, la prisa del concejal por agarrar esa silla mágica que le deja los testículos colganderos; no lo entiendo y prefiero no pensarlo porque entonces toda esta retahíla de ideas dichas así por encima se me meten en el cerebro sin que éste me deje respirar.

Pero el principal problema, tal y como yo lo veo o a mí me afecta, no es ya la herida económica, no, es la profunda y viscosa luxación mental. Al final y después de todo, yo tengo trabajo pero conozco muy bien mis capacidades y pensar en lo que estoy haciendo y para lo que lo estoy haciendo es para llorar tres siglos más o menos. Por pudor nunca digo cuánto gano porque me avergüenza y es que es vergonzoso. Y como estoy tan contento con mi puesto, sigo haciendo entrevistas, todas las que me es posible hacer, como si huyera. Por ejemplo, el otro día, uno de los padres de un chico al que doy clase me dice que pase por su empresa ya que yo dibujo y están buscando a un pintor para hacer unos diseños. No me dijo más; me presento allí y me quedo alucinado, lo primero porque el edificio resulta ser un chalé a todo tren en un lugar bastante caro de Madrid y lo segundo porque los diseños son para relojes de superlujo. Me entrevista un hombre bastante elegante y educado que mira mis trabajos por encima, no le importa nada mi currículum y me dice que regrese otro día con diseños de relojes, con vistas de los mismos desde diversos ángulos. Quedamos ayer y, para ir, yo tuve que cambiar unas cuantas clases para permitirme la cita. No estaba y fui para nada. Y me jodió, porque con la imaginería que me caracteriza ya había diseñado un super reloj donde cambio por completo el mecanismo de los que conozco; claro que estos tíos trabajan con Chopard, Hublot, Ulyssé Nardin y de ahí para arriba, una pasada. Claro que al padre de mi alumno le parecieron horribles los diseños que le enseñé así que guay. Moló mucho porque fui para nada y encima perdí tres clases con la broma. No sólo eso, los últimos tres fines de semana, únicos días en los que encuentro un breve respiro, dejé toda posibilidad de descanso de lado para dedicarme al diseño de tales gilipolleces. Cuando salí a la calle totalmente defraudado me di cuenta de lo poco que encajaría yo en ese mundo porque acabaría haciendo algo absolutamente innecesario y para cuatro ricos que se pueden permitir tales cosas así que, de alguna manera me calmé y me dije que otra cosa será, que ya llegará, que no pasa nada. El caso es que me han dicho que vuelva para enseñarle los diseños al jefazo, cosa que no haré tan pronto como no me sea posible.

Las clases las sigo dando y las doy bien, aunque por dentro arda. Tengo muchos alumnos que en estos días de exámenes finales se vendrían a vivir conmigo si los dejara. Me tienen harto, extasiado, completamente cansado y aburrido. Me reclaman las horas que no tengo, me piden los fines de semana, que vaya a las diez de la noche, que me recoja las ojeras como alfombras bajo los pies para seguir haciendo integrales y derivadas y problemas de optimización. Me dicen que tienen a un amigo que tiene un amigo que quiere que le de clases también. Y eso me encanta, sé que es lo mío; no puedo negarlo, se me da muy bien y me gusta hacerlo pero mi trabajo de verdad, el reconocido ante la ley, el asqueroso me deja tan agobiado que muchas tardes ya no tengo en los ojos la vena de profesor, que me arrastro también ahí, totalmente hundido por el cuestionario interminable al que someto a la mente; acudo puntualmente como siempre sin esa energía de antes, sin ese entusiasmo para la enseñanza; ahora sólo aguanto las estocadas físicas y matemáticas hasta que pasan las horas y puedo volver a casa, mirar de lejos el sofá e ir a la cama para prepararme levemente para otro día igual o peor que el de antes. Las cosas, al menos, tienen su recompensa. Dos chicas a las que llevo dando clase desde que están en 4º de la E.S.O. y que acaban de terminar bachillerato consiguiendo pasar de insuficiente a sobresaliente en los años en que llevo enseñándoles, el lunes se despidieron de mí, bastante emocionadas, ellas y yo, ya que ahora sé que nos echaremos de menos pues se ha creado un vínculo entre nosotros. El caso es que, de repente, me dan un regalito, el cual abro sorprendido frente a ellas y lo abro y es un reloj, pues claro que era un reloj, mucho más bonito que los que andaba yo dibujando para nada días atrás, un reloj precioso que tiene una especie de doble sentido y se rieron cuando se lo dije, porque yo siempre suelo colarme de la hora pactada de mis clases porque me meto en los problemas y no paro hasta que sé a ciencia cierta que la otra persona ya se ha enterado, ya ha visto la luz y ahora los cálculos le resultan de otra manera. Me dieron las gracias, me dijeron que soy un profesor excelente y salí a la calle donde apenas cabía mi cuerpo.

Otro año más, ahora que acaba el curso, he conseguido que casi todos mis alumnos aprueben las asignaturas de ciencias, algunos con notas brillantes, otros incluso me han dejado la sensación de que poco más puedo enseñarles que no sepan ya. Es esta parte de mi vida la que hace que me sienta orgulloso y útil por mis acciones, aunque no esté reconocido en ningún lado; aunque admito que el hecho de encontrarme en este caso a mi bola, por mi cuenta, me resulta aún más interesante. Muchos me dicen que si me gusta tanto enseñar que haga unas oposiciones pero no me interesa en absoluto participar del sistema educativo caótico y sin sentido de aquí. Yo sólo enseño a mis alumnos a pensar, nada de mates o física o dibujo técnico o economía, nada de eso. Yo les abro los ojos, les digo las cosas como son, sin recitar un libro y hacer tres mil ejercicios de lo mismo, una y otra vez y sin pies ni cabeza.

Pienso de veras que el hombre debería esforzarse en desarrollar ampliamente lo que es, en verdad, importante. Estoy hablando de la educación, de la sanidad, de la agricultura, de la ganadería y de la pesca básicamente. El desarrollo tecnológico hay que adaptarlo a la naturaleza y acabar con tanto deterioro del entorno. Hay que gritar tanto que podamos olvidar todo lo anterior y despertar como críos para aprender las cosas bien desde el principio. Nacer libres, pero libres de verdad y no estar siempre jodidos cuando hay de sobra para todos si ponemos nada, sólo un poquito de nuestra parte.

Yo, por lo pronto, me comprometo a seguir haciendo algo importantísimo para el hombre y es la poesía. Prometo amar tanto que se me salga el esqueleto. Y juro que consumiré lo justo y que seguiré comprando en las tiendecitas de San Blas que están a punto de desaparecer, donde sí, todo es un poquito más caro pero donde no me cobran la bolsa ni los tenderos están exhaustos de pasar precios por un sistema infrarrojo. Prometo esforzarme por un mundo mejor. Prometo hacer a Isel la mujer más feliz del mundo sin joyas ni flores ni detallista capital que la arrope.

A Dios pongo por testigo de que no volveré a pasar hombres que me fastidien la poesía.

Prometo ser.

Lo prometo.