Lo tengo claro: la marca de la época en el arte de la poesía es la naturalidad en la expresión. La expresión sencilla, es decir, la expresión del primer estremecimiento de la emoción lírica, una expresión directa, antes de que se recubra de los accesorios de los vestidos de fiesta de seda y las joyas de oro; la expresión limpia de la literatura, que llega al corazón con su verdad humana, que cautiva al espíritu por su vitalidad, que tiene el poder de remover los recuerdos, de acompañarnos en la vida diaria y de cantar de repente en nuestro interior. ¿Acaso esa sencillez de expresión, o por lo menos cierta inclinación hacia ella, no ilustra la mayoría de las obras poéticas de nuestro tiempo, los rusos (Blok, Achmátova, Esenin) y los franceses (Jammes, Sorel)?
Sé de abundantes frases bellas,
grandilocuentes sin fin,
que al andar se contonean,
altiva la mirada.
Mas mi corazón es de expresión cándida como un niño
y humilde como el polvo.
He sabido de palabras sin número...
por eso callaré.
¿Percibirá tu oído aún en el silencio
mi lenguaje sencillo?
¿Lo guardarás como un amigo, como un hermano,
como una madre en su regazo?
(Traducción de Ana María Bejarano)
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