Mis atracadores son también mis guardaespaldas.
Tengo un grito en la piel que podría decir sueño,
tengo un grito incontenible, recién nacido,
tan algo grita mi grito que pareciera sumirse
en la rebelión de todos vuestros gritos,
pero claro, yo oigo mi grito y se supera tanto
que no tiene decibelios mi grito
y no lo oigo a mi grito gritarse de tanta voz.
Planean desahuciarme mis silencios de acogida.
De verdad que estoy a punto de decir algo
porque no puede ser que me lo digan las charnelas
cuando enclavadas en el horizonte se cansan el oído
y mienten mienten mienten sobre la planicie
rodeadas de un griterío malcriado,
de un tormentoso griterío que juraría haber
escuchado justamente lo contrario
de lo que apuestan las cometas.
No ha dicho nada todavía la prensa sobre Isel.
Tampoco yo me pronuncio sobre los montones
de arrugado papel que compraron a los pájaros,
ni sobre la chatarra por la que se cambió el cielo
y mucho menos sobre los secretos que harían
mudar de piel a los cojines.
Todavía no he dicho nada sobre el amueblado
hombre con vistas a su precipio.
Nadie ha discutido todavía sobre el hombre.
No digo que haya que destruir el mundo para acotarlo
ni quiero, Dios me libre, que sonrían las palmeras de felicidad,
digo que los niños dejan de ser niños
cuando pierden la cuenta de las chinchetas,
digo que parece el bienestar un museo de la tortura,
digo, por no gritar, que me desespero
cuando, a la mañana, me persiguen las recaudaciones.
Llamaré a la policía para denunciarla, lo juro.
Y no sé qué hacer, porque ningún daño me han hecho los cristales,
no sé qué hacer, porque ninguna herida los estercoleros,
sólo me alivia la idea, la idea, la idea, la idea, la idea
y un quizá llevarse a cabo, un puede que mañana
conscientes de su ineptitud, todos los tiburones
deciden oceánicamente suicidarse de verguenza.
Y, mientras tanto... desempolvar el cobarde fusil
de la palabra.
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