sábado, 25 de abril de 2009

Un relato: PESTAÑEO


Acordé con ella comprarle las pestañas, era un capricho que quería darme por el simple hecho de que su larga curvatura me recordaba el cuerpo de los barcos justo antes de que diminutos seres comenzaran de la profundidad a enredar en él su propia cosmogonía. El precio era demasiado alto, así que, aprovechándome debidamente de su inocencia, le propuse el mismo trato a su hermana, ofreciéndome una oferta más asequible, ante lo que ella disminuyó convencida la cantidad otorgándome así los merecidos respetos del dolor exquisito que provoca en la náusea la mirada hipnótica del niño.

Para llegar al acuerdo, las miré profundamente, como pudieran mirarse las líneas blancas de la carretera cuando la niebla lo tapa todo y uno se plantea en parar un tiempo hasta que la humareda pase. Les puse voz de niño pequeño, para hacer más intuitiva la propuesta y que no resultara tan disparatada:

- ¿Por cuánto me vendes tus pestañas?- entoné plenamente dedicado a la observación de mis pretensiones al tiempo que su ojo se abría rememorándome las conchas abiertas de los documentales que se abren y cierran buscando alimento. Creo que, en su caso, su intención consistía en devorar el aire y con él cuanto posee el universo. La luz era una persiana que ella abría o cerraba mecánicamente.


- Por…. –y así quedó pensando largo rato la más pequeña de las dos, buscando en su cabecita una cantidad apropiada a su exquisito abanico doble que ella esparcía a la orilla del mar simulando la anatomía de las palmas de las manos cuando aplauden despacio y sin demasiado interés- … ¡por tres mil euros!


- ¿Y tú…?- me volví hacia la hermana, algo mayor, que poseía también en el saliente de la cuenca de sus ojos una gracia suprema resumida, o más bien esculpida en el pelo masticable que le salía de la piel finísima del párpado.


- Ummmm…. Trescientos euros – dijo bastante convencida casi como por motivo de una premeditación que inocentemente había ya pronosticado desde sus adentros.


- Se las compraré a tu hermana, que me las deja más baratas- dije a la pequeña que se mordía las uñas nerviosamente y se agitaba de un lado para otro como buscando una salida o un despegue, mientras sus ojos despegaban ya o hacía tiempo que se habían alejado del plano de sus mejillas como se despliegan las alas del ave que, confusa, decide saltar del árbol.


- Vale… por treinta euros… - me respondió al fin tan inocente, tan pequeña, que de haber estado más cerca de la orilla podría haberse confundido perfectamente con la espuma breve de una ola que no deja de romperse, rota ya en el entrante subcutáneo de la arena donde afeita con quietud la barbilla agujereada del entrante de la playa.


- ¿Seguro que por treinta euros?- dije mientras sacaba mi cartera para pagar debidamente los gloriosos bienes que estaba a punto de adjudicarme.


- - afirmó la pequeña acercándoseme graciosamente con los ojos muy abiertos como si las pestañas sencillamente pudieran arrancarse ellas solas y desprenderse de su aplauso lento y casi insonoro.


- ¿Tenéis idea de la cantidad de corazones que vais a romper en unos años? –les dije esta vez con cierta nostalgia que ellas comprendieron al instante.

Apartaron la mirada casi por inercia y, sonrientes, juntas, casi de la mano, fueron a entregar al mar sus finos cuerpos granadinos. Y, al salir del agua, ya habiendo olvidado el trato previo que, claro está, no se llegó a cumplimentar, me dejaron ver, extasiado como yo estaba, hermosas lágrimas de agua en sus pestañas de tendedero.


A Judith y Andrea, cuya inocencia de pergamino, cuya niñez de hermoso niño, me permite disfrutar de los más hermosos juegos surrealistas. Y, en especial, a todos aquellos que al leer este relato me tachen de pedófilo; a sus prejuicios, a su estupidez, porque de ese modo me acercan a Nabokov.


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