lunes, 13 de junio de 2011

Volver

Los pintores saben muy bien lo que es la luz y mi pueblo, como pintor, lo sabe. Amanece en él el verde oliva cada mañana bordeando de sol la cáscara de yeso de las casas repartidas en cuadrículas más o menos dispersas. Uno de los espectáculos más hermosos del mundo sucede cuando mi pueblo se pone a pintar tan pronto le llega la luz. Asomados al balcón, Isel y yo esperamos a que el cielo saque su paleta y nos muestre la vida: al fondo la iglesia de San Juan Evangelista sobresale de entre el resto de edificios alzando al aire su cabeza de renacimiento. Tras ella, lejos, pero la perspectiva hace parecer que más bien cerca, una oleada de humo se levanta dando un aspecto tétrico y medieval a la vista, llenando el ambiente de un olor fuerte en exceso; se trata de la orujera que no cesa en su batiente hoguera de sueños. Todos los rayos de las primeras luces le entran en cónica a Isel por los ojos. Ahora hay dos sumideros en la terraza, el del agua y el de la luz a cubos por las persianas de mi poesía.



Conforme avanzo por las calles, ya fuera, miro detenidamente las esquinas: allí un beso, allí la primera caída con la bicicleta, aquí la pelea con el amigo, en aquel otro lado los intercambios de cromos, la última vomitona, el accidente de coche, el sitio donde aquella chica me abrazó, donde jugábamos a la peonza, donde la muchacha me decía adiós… y ahora todo diferente, un local nuevo donde antes había nada, una urbanización gigante donde corríamos con los perros, hacíamos cabañas y entendíamos, por primera vez, el amor.




Mi hermano decide llevarnos a la Peña del Águila, la parte más alta de la montaña en cuyos pies nacimos. Subimos en el Land Rover de mi padre. Delante mi madre habla sin parar hasta dotar al conjunto de pinos de experiencias. Detrás mi cuñada, mi hermana, Isel y yo miramos por la ventanilla las grandes formaciones de roca, las ardillas asustadas tras nuestro paso, una cabra perdida, la ausencia total del pastor. Alcanzada la cima salimos y miramos la altura, yo calculo más o menos el tiempo que tardaríamos en caer: 7,65 segundos. Isel saca la cámara y empieza a hacer fotos del plano de Mancha Real pues visto desde allí es más o menos como lo ven los pájaros y los delineantes. Nos sentamos y charlamos. Nadie quiere irse porque descubrimos, de repente, que allí podemos respirar. Aún así tengo mucho que hacer todavía y bajamos de vuelta al pueblo. Por los caminos: las fuentes naturales de agua, los refugios de los pastores, las mesas, los miradores, los pinos altísimos que puso mi abuelo en el 46.




Le digo a mi hermano que me lleve al cementerio porque quiero visitar a María Teresa, a la abuela Blasa y a mi hermano. Isel casi llora o no lo hizo por estar mi madre cerca cuando descubre mi nombre en una lápida blanquísima. Con mano maestra mi madre quita las flores más estropeadas y deja el jarrón con los mejores gladiolos. Mi hermana Virginia me lleva hasta el monumento de los muertos por la libertad donde yacen antiguos familiares que perdieron la vida por no saber el bando del que eran, por luchar por un trozo de pan, por no ir todos los domingos a la iglesia o por estar en el sitio equivocado, en la fecha triste equivocada, a la hora de su propia muerte. Salimos y damos una vuelta por el pueblo, nuevamente en cada esquina hay una historia que sólo saben los hijos de los hijos de las golondrinas de entonces. Visitamos los olivos del abuelo, la casa que empezamos y está a medio terminar, el taller abandonado, el polígono industrial abandonado, la casa de la abuela Blasa. Me fijo detenidamente en las personas que transitan las calles y los recuerdo, me encargo de buscar los parecidos y me salen ascuas en la memoria. Regresamos a casa y comemos más de la cuenta como siempre. El abuelo se pone contento con el vino y nos cuenta sus chistes más picantes, faceta que descubro o que, hasta entonces, había pasado desapercibida para mí. La abuela me coge de la mano y me traslada también a otra época, a las mismas calles que acabo de ver, aún más atrás de lo que había viajado unas horas antes. El exceso de cerveza y la consecuencia de viajar tantas veces en el tiempo hacen que me sienta muy cansado y, por ello, marchamos de nuevo a casa de mi hermano a dormir la siesta. Al final todos duermen menos yo, que sigo intrigado por la geografía que me envuelve y que me resulta, en parte, desconocida, después de tantos años en Madrid y sin molestarme por buscar mi pasado.




Cuando todo el mundo despierta de la siesta, siesta larga y andaluza, vamos a comprar al supermercado. Compramos más de lo que necesitamos y regresamos a casa a preparar una suculenta cena para el momento en que vengan algunos amigos. Nos comemos todo lo comprado y algo más y, por supuesto, el tema central de la conversación es la comida. Intento sacar el tema de los indignados, del movimiento 15M y esas cosas pero los jiennenses están tan azotados económicamente, tan destrozada su sustentabilidad que les importa un comino. Arropan a la queja pero mañana irán otra vez al campo, el campo va a seguir ahí, el pueblo seguirá blindado por el ejército de olivos inamovibles que velan gota a gota por su templanza y no se quejarán, qué se van a quejar a estas alturas con todo lo pasado ya. Por eso hablan del jamón del otro día, del queso de Noalejo, del chorizo de Antonio, de los dos conejos que va a traer el Jose cuando venga a Madrid para hacer un arroz… La conclusión es alucinante: mientrah no noh farte pa coméh amoh a tiráh palante…




Al día siguiente veo amanecer de nuevo. El cielo va abriendo su boca hasta que le distingo el gaznate a la oscuridad. Estaba previsto visitar a Doña Carmen y así hacemos. Le llevo el poema que le escribí dos años atrás cuando se jubiló y ella me regala un bolígrafo de los buenos. Hablamos de entonces otra vez. Mira a Isel y le cuenta cómo era yo y, al relatarlo, me descubro pues me había olvidado. Nos cuenta que guarda mis redacciones y mis trabajos, que se acuerda del día en que me regaló las rimas de Bécquer cambiándome por completo la existencia y yo la veo igual, como siempre y casi me asiento en el pupitre de su ojo a verla dictar sus enseñanzas. La visita es rápida pero suficiente para verme allí, el día en que me iba del pueblo y así lo viví a la vuelta, que hice serio y sin hablar prácticamente nada con Isel.




¿Compartes conmigo tus pensamientos? Me dice la bonita Isel con su sonrisa y yo le digo No, un no tajante y serio y sigo ahí, en el coche, centrado en no pasarme de los 110, regresando a Madrid sin saber muy por qué y me acuerdo de mis dieciocho, la primera vez que iba solo a la ciudad, con mi matrícula de honor, con mis sobresalientes, con mis recortes del periódico por los resultados excelentes de mi selectividad; ahí sigo mientras atravieso Despeñaperros y la anchura de Castilla-La Mancha con mis premios de poesía, con mi placa y mi condecoración, con el recopilatorio de mis dieces en todas las asignaturas, dispuesto a llegar a Madrid, esa cosa que suponía a mi altura, dispuesto a comerme la cabeza de mis profesores de carrera, dispuesto a cambiar el mundo con mis ideas de solidaridad… Y luego nada y, más adelante, menos y luego a tomar por culo todas las inquietudes de entonces. Porque resulta que Madrid te come a ti, que los profesores te comen a ti y que no vas a ser en tu vida Marie Curie ni investigador ni ostias… porque te va a contratar una empresa privada que te hará privado y te privatizará todas tus horas para privarte, y lo dice la palabra, de todos tus sueños, de toda tu ansia de volar. Sí, así venía ayer por la tarde, contando casi uno por uno los kilómetros que faltaban para llegar, preguntándome qué hago yo aquí, qué diablos vengo a hacer o vine a hacer. Entonces Isel me pone la mano en la pierna, me mira y me sonríe y yo la miro y caigo en la cuenta de ella y digo Dios mío, y digo claro, ahora lo sé, todo tiene sentido.




¿Ya regresaste? Me pregunta ahora. Sí, le digo, ya estoy aquí contigo, ya pronto llegamos a casa y ahora entiendo por qué.

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