Me dijeron que si me esforzaba yo podría ser la flor que quisiera. Me dijeron que las flores de al lado del estanque nacieron allí de casualidad.
Me dijeron que hay flores que tienen el color que quieren porque así es la vida. Yo estaba en el lugar de las flores que se esfuerzan por teñirse y, a veces, se aguantan si se acumula el pardo.
Las flores de al lado del estanque no tenían que llorar para crecer. Mis vecinas y yo alargábamos la cabeza hacia la luz y soñábamos cada vez que quedaba un hueco al lado del estanque.
Siempre he vivido al lado de las flores que crecen milagrosamente en el borde del jardín.
He conocido a flores que estudiaron para ser orquídeas y se quedaron en amapola,
he conocido a flores que sólo conocen el otoño.
Me dijeron que llovería en septiembre y podría ser narciso o gladiolo. Me enseñaron que no todo el mundo vale para ser clavel. Reconozco que yo quería ser narciso porque ví a otros narcisos de mi lado a los que todo el mundo agradecía el color.
Nunca he sabido ser un narciso.
Dejó de interesarme la botánica, lo reconozco, nunca ha sido mi fuerte la especialización. Empecé, en cambio, a solidarizarme con las flores más tristes del lugar donde siempre era invierno, donde no existe el trébol de cuatro hojas.
Vinieron los jardineros para quitarnos de allí y poner a las flores que ya no cabían en el estanque.
Seguimos creciendo, creo, en la maleza.
Nací en un jardín reservado.
Aprendí que mis estambres tenían un límite, que estaba calibrada la corola, que, en cualquier momento podrían arrancarme si no le echaba narices al rosal.
Soy una flor fea y numerosa a merced de los insectos.
Nunca estaré en una floristería.
Visto de lejos,
el campo se parece
a mí.
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