miércoles, 30 de marzo de 2011
Mi padre
Mi padre es de esas personas que hablan únicamente cuando es absolutamente necesario hacerlo, permaneciendo callado el resto del tiempo como si estuviera pensando en la frase o declaración exacta que no le permita jamás quedar como un idiota; por eso, quizás, casi nunca se equivoca o yo no me he dado cuenta o nadie lo ha sabido de tan silencioso. Mi padre tampoco besa: nunca, jamás. Cuando llego a Torrenueva después de meses sin habernos visto me pone su cara afeitada y áspera de siempre que yo beso mientras él se queda impasible ahí de pie esperando que pase cuanto antes ese momento incómodo. Supongo que al igual que en la conversación mi padre sólo besa cuando es absolutamente necesario. Pero aunque no hable y aunque no bese como a algunos nos gustaría tiene una serie de sentencias inamovibles que suelta como declaraciones impuestas y punto. Cuando quiere aconsejarte, por ejemplo, te dice oraciones entre el refrán y el pensamiento filosófico que te dejan destrozado: “Mira cabezón, cuando hagah argo tú piensa mientrah lo haceh que alguien tehtá vigilando, así no tequivocah…” O cuando hablamos de chicas y él no puede soportar la rapidez con la que nos vamos a la cama en estos tiempos: “Hombre… yo creo que el mantecao hay que comérselo en Navidad que eh cuando hace ilusión…” Para decirte por ejemplo que él siempre está en estado de alerta y nada le pasa desapercibido, dice cosas como: “Por la noche oigo la hierba crecéh” Ésta última es de mis preferidas porque es que me lo imagino ahí, tal cual, volcando el oído a los misteriosos sonidos de las noches para captar milagrosamente la salida de la hierba de la tierra, ese centímetro escaso que él oye como si nada. Pero no hay nada como su ego. Tiene un ego gigantesco, colosal, macroscópico, jupiterino; el más grande de los egos que he visto en mi vida. Da igual lo que le digas que has hecho o que han hecho otros porque él lo ha hecho antes y lo ha hecho mejor. A mí suele decirme, no te lo pierdas, que él no dibuja para no dejarme en ridículo. Una de sus frases más repetidas y que es bastante típico de mi tierra es: “Eso lo hago yo durmiendo la siehta…” o la variante: “Eso lo hago yo con la polla…”. De hecho, con cosas así, consigue sacarnos de quicio a veces, sobre todo a mi hermano, que trabaja con él y no quiero ni imaginar las impertinencias que sufrirá de mi padre, de hecho creo que mi hermano tiene a mi padre como “El tormento” en el móvil. Y es que como no salgan las cosas de forma impecable y en el menor tiempo posible mi padre empieza a cagarse en lo más sagrado, empieza a maldecir esto y lo otro hasta que se acerca, te aparta de lo que estás haciendo tú con toda tu buena intención, se pone él a hacerlo consiguiendo terminarlo bien en un santiamén, entonces te mira, parece que te va a pegar una ostia y te dice otra cosa cojonuda: “Si te ehtáh quieto, ganamoh dineroh…”. Eso sí, tiene momentos más allá de su ego gigante, por encima de su falta de calma que te destrozan aún más que las críticas salvajes a las que te somete en menos que canta un gallo. Esto sucede cuando vamos al bar y se nos va la mano con la cerveza, entonces también a él, un poco, se le va la mano con los sentimientos; permanece exactamente igual que siempre como si los litros que vamos acumulando en el estómago no le hicieran el más mínimo efecto en el cerebro. Mi hermano, que es también de pocas palabras suele callar y dedicarse a las tapas mientras mi padre y yo comenzamos una charla interminable que va de la guerra civil a la política actual, de la familia de él y de la de mi madre, de las chicas, del mañana atribuido al futuro al mañana atribuido al hoy. Y entonces, cuando menos te lo esperas: ¡zas! Te comenta algo impropio de él; algo nostálgico, cálido, humano, te lo cuenta y lo memorizas para siempre. Así pasó la última vez que vino a Madrid con mi hermano para llevarse mi coche y dejarme el suyo. Era un jueves por la tarde, yo anulé mis últimas clases para poder estar con ellos y fui a recoger a Isel para que se viniera a tomar algo al bar de al lado de casa. No sé por qué, a la séptima cerveza, empecé a comentarle a mi padre que últimamente o desde siempre, me siento estafado a todas horas y que me da pena visualizar esa caravana de lecheras todas las mañanas cuando vamos a trabajar y la M-40 se llena de cántaras pegadas a la fuerza con super-glue; le empiezo a hablar de la desesperanza que veo en todo, le digo que me gustaría vivir en el campo como hace siglos, que me importa una mierda la civilización de la cual me es imposible aceptar que formo parte; así empezamos a quejarnos de unas cosas y otras hasta que la cerveza se convirtió en el JB cola y mi padre empieza para sorpresa de todos, a hablar de mi hermano muerto. Me dice que estoy gilipollas y que no tengo ni puta idea de lo que es la vida, me dice que cuando se murió mi hermano lo vieron todo tan oscuro, tan negro mi madre y él que llegaron a planificar matarse, así, tal cual y punto. Se acabó. Después de eso se hizo el silencio más absoluto y nos tuvimos que beber otros dos o tres cubatas para asimilar la sentencia. Me di cuenta de que mi padre tenía razón, que estoy gilipollas y me quejo de vicio. Nos fuimos a dormir y, en la cama, se me olvidaron los problemas. Eso sí, al día siguiente yo tenía un cuerpo maravilloso para ir a trabajar. Otra cosa de mi padre es que nunca jamás he conseguido tumbarlo en eso de beber y mira que tengo aguante, pero imposible. Y luego está mi parte preferida de él. No hay prácticamente en el mundo, documental de la fauna y la flora equiparables al hecho de contemplar durante unos segundos a mi padre haciendo alguna labor, la que sea, en el campo. Sus ojos rarísimos que son grises cuando les apetece o verdes cuando le vienen en gana o azules cuando así quieren, se transforman, se pierden y se metamorfosean con el haba, con el tomate o el rosal. Yo lo veo así, a cierta distancia y sin que él sepa que lo miro; pareciera que entre las plantas y él, que entre los árboles y él o entre los arbustos y él existiera un secreto muy íntimo que sólo las hojas conocen. Y la tierra que ara sonríe y las gallinas le comen de la mano y los perros le temen y se agachan cuando pasa a su lado pues a la mínima, cuando lo ves allí y tú estás admirando a ese padre tuyo suele tener salidas como llamar a uno de los perros nuestros porque ha mordido el invernadero o se ha cargado una planta y, sin reparos, le da un tortazo sin el menor remordimiento. Y es que hay un algo salvaje en él que no puede evitar, una especie de siglo atravesado en su ojo, un instinto innato en él. Mi hermana Virginia llora cuando ve que trata a los perros así a veces, pero los perros responden y mi padre dice orgulloso: “Veráh como ya no lo hace máh…”. Nunca nos lo dice pero mi padre está orgulloso de mis hermanos y de mí. Aunque se lo calle siempre entre amigos habla cosas estupendas de nosotros y proclama a sus colegas de los cafés de primera hora de la mañana nuestros logros. Tiene algo de olivo, ese olivo callado que no abre la boca mientras los aceituneros lo rodean y con mano diestra lo someten a una suculenta paliza con sus varas. Tiene algo de antiguo y de guerrero y tiene ideas fabulosas en torno al mundo que nadie conoce. Mi padre se llama Lorenzo. Mi padre se llama como el sol.
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1 comentario:
Creo que nunca he llegado a ver "al Nino" de esa manera. Me ha encantao :D
PD: no sé cómo encontré tu blog, pero, leches! me encanta! :) ...y decir: "este es mi primo, segundo, pero primo", incluso más!
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