viernes, 13 de mayo de 2011

Digo lo que pienso III

Sólo hay una cosa que me gusta más que hablar de mí y es hablar de Isel. Decir, así, a bote pronto, que sus cornisas me recuerdan a marzo, que el cacao le sale del tronco blanco como un jazmín sin hojas, que cree tanto en mí que he dejado de rezarme.



Sólo ella es capaz de asumir el sumidero que me vacía y ponerle bordes para que quede algo afuera de mis descontentos astronómicos. Sólo ella es capaz de aguantar mis peripecias en el insulto cuando viajamos en coche y veo la carretera llena de paparazzis a la caza de mí. Sólo ella es capaz de ponerse a limpiar con la Carmen de Bizet y crear una ópera nueva, más viva, un pentagrama donde el mayor mérito es la ausencia de toda música y todo coro y de toda desazón.
La preciosa Isel... Cada vez que salgo con ella a la calle y me alejo más de dos centímetros de su mano al menos tres coches pasan por nuestro lado y le lanzan los más hermosos piropos de albañil.




Los días en que más frustrado me encuentro, esos días en los que las ojeras me hacen de patín y me deslizo con ellas por los pasillos, esos mis días de dieciséis horas de trabajo, mis maravillosos días estupendos en los que deseo no haber nacido y me pregunto qué hago yo aquí, entonces miro los retratos, los posados, los desnudos de Isel en el salón, en el pasillo, en el dormitorio, en la habitación de planchar... y me acuerdo, así, de repente, de que yo antes escribía poesía y tenía tiempo para el óleo, me acuerdo de mí antes del cepo, antes de la solenoide, antes de la resignación. Claro que, hoy también tengo uno de esos días y me da por hablar de Isel, quien merece más optimismo por mi parte pero, desgraciadamente, no puedo hacer nada contra mi escepticismo.




Yo me pregunto qué hacemos y para qué, qué utilidad tiene esto y lo otro, cuando realmente lo único necesario es comer y no lo hacemos bien, y es dormir y no lo hacemos bien y es reír y no tenemos tiempo para hacerlo. Yo me planteo, en serio, por qué cada uno de los bichitos que controlo en mi trabajo cuesta un dineral y por qué también todos los días los superjefazos de allí ponen en tela de juicio mi trabajo. Que si he hecho esto o lo otro como si yo pusiera todo mi esfuerzo en hacer las cosas mal con ahínco, como si estuviera dirigiendo una conspiración contra todo para que las cosas no funcionen y ya me gustaría. Y lo mejor de todo es que ellos no me lo dicen a mí directamente, se lo dicen a otros que se lo dicen a otros que se lo dicen a otros que me lo dicen a mí porque yo trabajo para una empresa que ha sido contratada por otra empresa que ha sido contratada por otra empresa y así todos estamos sub-contratados por un sinfín de empresas en un bucle exponencial. De modo que algo que cuesta dos euros le cuesta a la siguiente empresa cinco y a la siguiente veinte y a la última treinta mil. Como los tomates maravillosos de mis amigos agricultores de Motril, que se los pagan a tres céntimos el kilo y ya sabéis a cómo están en el supermercado. Desgraciadamente hay muchos, demasiados, que dejan el invernadero abierto con un cartel para que la gente entre y se lleve los tomates que quieran pues le sale mucho más barato regalarlos que pagar a otros trabajadores para que los recojan con ellos.




Me quejo, sí, me quejo muchas veces y de vicio. Hay días en los que no tengo por qué hacerlo. Son esos en los que veo que Isel no sonríe más de doscientas veces por segundo y se le nublan las mejillas. Días en los que se mete una y otra vez en la misma página de internet para ver una y otra vez que sus papeles siguen en trámite, sí, una y otra vez. Y eso le impide ir a ver a su familia porque, de hacerlo, estando sus papeles en tal estado, no podría regresar. Días en los que te das cuenta de lo que tienes y lo poco que tienen otros. Y te fastidia porque sabes lo fácil que podían ser las cosas si se hicieran con sentido. De verdad que no sé cómo Isel lleva siete años sin ver a los suyos más que a través de imágenes borrosas que se mueven de una forma antinatural, de verdad que no lo sé.




Tampoco entiendo que hayan enviado a Bin Laden con Bob Esponja, ni entiendo qué cojones hacen los príncipes y otras personalidades haciendo nada en Lorca. Y ya puestos no entiendo el hambre ni la pobreza ni los trabajos innecesarios, y mucho menos la poca vergüenza que tienen los políticos pidiéndonos ahora su voto. Menudo chiste. El otro día voy por la M-40 camino de mi super trabajo de mierda y veo en un cartel: Sólo quiero para Madrid lo que Zapatero ha hecho en España (Tomás Gómez), joder, me partí el culo de risa. Pensé que era publicidad del PP pero no, era del PSOE que tiene muy buenos deseos para nuestra ciudad la cual ya está perfectamente jodida gracias a los otros. Y encima voy yo las pasadas semanas y pido el voto en blanco. Perdón, perdón, perdón... Lo que quiero es que el voto se anule, pero que nos tomemos esa molestia. Yo ya me estoy haciendo unos papelitos muy chulos para quien quiera votar a la lámpara de mi salón, la cual no da mucha luz la pobre pero ahí sigue intacta, dispuesta a no hacer absolutamente nada por nosotros. Votémosla entre todos. Es que yo pensaba que votar en blanco servía para algo pero ya me ilustré un poco y comprobé que esos votos se añaden a quien más consiga así que mejor deshacerse de esa idea, para que veáis lo que me interesa esto de las votaciones. Votemos, pues, desde ya a mi lamparita bonita, lo hermosa que quedaría en un grandioso despacho.




Lo único que espero para todos es que encontréis en lo que sea la salvaguarda del vosotros. Ya sea en la poesía, en la pintura o en el alfajor. Yo lo he encontrado en Isel, ella todavía consigue que me emocione, que haya una cierta luz de esperanza en mi caverna oscura, que me abrace a las cosas y permanezca así inmóvil durante horas amando la vida con toda su roña. Fijaos si tiene mérito que mi padre todavía no me ha dicho nada sobre ella.




Ya os digo que me encanta hablar de Isel. Decir, así, de pasada, que su carne triturada en las sabrosas noches del naciente verano me recuerda el vaho de las cabinas en los besos de los quince; que sus ojos de un color rarísimo me hacen pensar que soy el Hubble descubriendo una nueva constelación rarísima en un lugar rarísimo donde hay vida macroscópica; que existe Dios y no soy yo; que es real el realismo mágico que envuelve a la literatura de su país pues he visto a las patatas volar junto a las cortinas el mediodía del sábado al compás de los macarrones; que tengo sed de alabanza; que Beethoven no es para tanto porque es para más; que Isel sentada en el sofá mirando la lluvia a través de la ventana es el monumento más fabuloso que existe en el mundo. De verdad que muchas veces miro a la gente pasar, a la gente a mi alrededor, en las colas del supermercado, en los hilos interminables de la autovía, en las calles céntricas, atiborrados en los bares minúsculos, cegadas por la luz de los edificios, a todas esas personas yo las miro y me pregunto... ¿cómo podrán vivir sin Isel, cómo podrán llegar a fin de mes y ajustar sus cuentas, de qué modo, en qué sentido se levantan y aporrean sus cuerpos para seguir adelante sin Isel, cómo harán, como lo consiguen...?




De verdad que no me lo explico; y lo digo de verdad, a las 20:32 del viernes 13, temperatura 27º C, música de fondo: El cisne de Tuonela de Sibelius, estado de la mar: no hay.

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