Veo un niño recién nacido pero
bastante espabilado arrastrándose por el desierto, yo lo veo caminar
y caminar hasta que ve a lo lejos un círculo que es un octógono de vasos de vino; el círculo yo lo veo
en perspectiva cónica frontal después, como si la cámara de mi
sueño se levantara de repente; dentro de ese círculo pero no
centrado en él se encuentra el busto de piedra de Puskas, el jugador
de fútbol. Pero lo más importante es lo que no se ve. Justo en el
punto principal de fuga de mi sueño hay una hoguera enorme pero está
muy lejos y sólo veo el punto de su fuego. Detrás de esa hoguera el
padre del poeta está tirando toda la leña del mundo a las llamas
mientras por un oído el espectro putrefacto de España y, por el
otro, el espectro putrefacto de Euskadi le susurran básicamente
ideas combustibles.
Ayer desperté tan contento de la clara
visión que saqué los lápices, los pinceles, las pinturas y en
estos dos días de frío musculoso yo me planto delante de los
pigmentos y lo único que hago es procurar meterme lo más posible en
mi sueño; pero que nadie se espante por la imagen, todavía queda
mucho que hacer.
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