A veces, muy pocas, me paro a pensar en mi poesía. Me doy cuenta de que sólo la entiendo en el momento en que la escribo de modo que, al retomar su lectura semanas, meses, años después, me parece casi ajena, distinta de mí porque mi poema me embelesa según el día y se forma a través del yo como consecuencia de todo lo que me afecta concéntrica y excéntricamente. Pero me he dado cuenta de que en casi todos mis poemas hay un masoquismo impuesto y una fiesta de descelebración, una descelebración de casi todo, un rechazo a mí mismo lo primero y, por tanto, a todo lo demás. Yo niego lo que quiero afirmar y afirmo toda negación haciendo uso de una ironía hiriente. Yo aclamo Que nadie se espante, para querer decir: Por favor, espantémonos todos… yo insisto: ¡Calma, calma! Para dar a entender un deseo de aceleración que se me resiste. Pero no abuso de una acusación a todo lo bueno como la alegría y el bienestar sino que atento contra lo que, en general, se tiene por bueno y celebrable y que, habitualmente, me resulta absurdo y me provoca poemas y mareos.
Antes buscaba el poema, ahora viene él solito y le falta escribirse a sí mismo para serme más ajeno aún de lo que ya me es cuando me lo creo en mí. Viene en el coche, después de una melodía que no sé de quién es y que suena en no sé qué emisora de radio, después de un piano y un violín que tocan a la vez algo tristísimo que a mí me hace pensar en balancines y en Isel. Y es tal la sensibilidad entonces que, sin yo quererlo, diciéndome con mi ego gigante lo nenaza que soy a veces, se me caen limpísimas dos lágrimas por las mejillas que me llevan a que se me forme en la cabeza una idea, una pequeña metáfora que se va haciendo torbellino en el cerebro hasta formar el esqueleto de un poema que saldrá sólo, escrito por sí mismo, desde mí. De Isel me alejo todo lo que me sea posible para poder escribir pues su belleza de polaridad igual y aún mayor que la de las palabras que forman versos, repele cualquier intento de poesía y sólo es posible crearla desde ella y para ella sólo cuando no esté y vuelva a estar gracias al pensamiento fijo en su ausencia. Me pasa lo mismo con la pintura, el otro día intenté dibujar a Isel y no pude. Y ella posaba y le inquietaba el avance de mi lápiz sobre el lienzo, pero era imposible. Sólo sé escribir sobre Isel sin Isel igual que sólo ser pintar a Isel justo cuando no esté presente; y esto sucede por una ley física muy sencilla.
Y una de las cosas que más me satisface de mi amor al arte, aunque pueda parecer una contradicción, es el ínfimo poder de convocatoria que tiene y es que, cuanto más entusiasmo pongo a algo que me propongo hacer aún menos sentimiento conceden los demás a mis ilusiones. Por ejemplo, como muchos no sabréis, hace poco creé junto a un amigo un blog sobre música clásica, lo hice porque ahora me ha dado por ahí y leía muchas cosas interesantes que me apetecía compartir. Total, que no sólo ese blog no ha tenido absolutamente ningún comentario en los cuatro meses de vida que lleva, sino que mi colega ni se ha dignado a escribir más de una entrada mientras yo ya iba por la veintena. Es más, creo no equivocarme si digo que no lo ha visitado ni Dios. Y esto es algo que me llena de alegría, un pequeño fracaso donde me baño alegre al son del viento. La verdad es que no miento si digo que entraba habitualmente para ver si alguien decía algo, pero no, nunca, y eso me satisfacía con una potencia inusitada. Me pasa exactamente lo mismo con algunas personas a las que les he propuesto alguna cosa conjunta y que, si bien reciben la proposición con entusiasmo, queda olvidada para mi felicidad.
Supongo que me ocurre que no creo con la fe necesaria en el arte como tal aunque lo ame por encima de muchas cosas. Yo pinto algo y, normalmente, no me gusta para nada el resultado, no era lo que pretendía, no se asoma, ni se acerca a lo que sentía, es una basura… pero entonces cuando lo llevo a la persona que me lo encargó y lo aplaude, así como los que lo ven, lejos de proporcionarme alguna dosis de orgullo siento que me están mintiendo y me prometo no volver a crear semejante mierda nunca más. Como el otro día, que pinté a Isel con la sangre de las aceitunas que recogimos de un olivo de Torrenueva y era tan falso el resultado que no hablé a Isel en toda la tarde cuando me dijo que a ella le gustaba mucho; incluso no me dejó romperlo cuando ese era mi deseo.
De algún modo la poesía, como la pintura, como la música, es un roce, es algo que creamos nosotros desde muy dentro con la intención de expresar eso que en verdad sentimos, ese brote de imposible felicidad o de gigante tristeza; pero que siempre queda en el intento, que es asíntota de una curva que nunca tocamos, el verdadero arte que dura un nanosegundo cuando nos viene esa idea e intuimos todos los caminos por los que nos puede llevar esa espasmo primero; el problema es que en el camino nos equivocamos, fracasamos y nos queda una rebaba de aquello, una deformación más o menos hermosa y que llamamos poema. Así me pasa con Isel, que ya la he dibujado decenas de veces y no tengo cojones a enseñar lo que he hecho, ni siquiera a ella, porque qué poco se parece, qué de daño le he hecho a su hermosura, qué lejos estoy de su belleza, de la belleza en general, de la poesía.
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