Los más madrugadores empiezan a llegar uno tras otro a la cercana orilla donde pinchan a la tierra con sus paraguas de colores. El silencio sin ronquido del paisaje comienza a llenarse de un desorden todavía soportable: el sonido de las bicicletas, las pisadas del jogging, el olor de las cafeterías, las gaviotas que se empiezan a marchar, los primeros toques de campana, los cohetes, la banda de música que a lo lejos ensaya… A pesar de todo todavía consigo filtrar sin enfado las longitudes de onda que me desinteresan para seguir centrado en la profunda respiración del mar, ese buey gigante de enfrente que todavía duerme y para el que desde dentro pido silencio, silencio a todos, silencio ya. Media hora más tarde el mar que olía a mar empieza a contaminarse con los olores de las lociones, las cremas solares, los bronceadores, los desodorantes y colonias, los geles, los polvos de talco, las mierdas de los perritos que pasean a sus anchas para alegría de sus dueños. Entonces comienzan a llegar los primeros niños con el abuelito detrás cargado de accesorios de plástico: palas y cubo, colchoneta en forma de ballena, colchoneta en forma de cocodrilo, colchoneta en forma de colchoneta, tabla de body-surfing, tabla de surf, sillas varias, piscina pequeña… A continuación vienen las personas mayores con sus periódicos recién comprados, con su radiolé en el cassette, con el nieto llora que te llora; las viejitas con el crochet en mitad de la labor y las primeras agujas remendando los cosidos. Luego vienen los más jóvenes con su aliento de resaca con sus cremas protectoras, con sus móviles vibrando en el hip-hop, alguna litrona de buena mañana, las primeras voces, los primeros lanzamientos al agua de amigos y primos y tíos y conocidos. La playa poco a poco se convierte en un tetris donde van encajando una tras otra las sombrillas, la tortilla de patatas, la nevera llena de refrescos. En un hueco montan una red de volleyball y así van pasando las horas mientras yo lo contemplo todo a cámara rápida desde mi posición. Y así, igual que a la mañana el cielo jugaba con la panza del sol a los lanzamientos y al delirio en un espectáculo de primeras luces maravilloso así ahora, conforme pasan los minutos la playa va perdiendo el sentido convirtiéndose en un gigantesco manicomio donde nadie se ha percatado todavía del mar: En mitad del campo de volley se prepara una barbacoa, un hombre lee el periódico de otro hombre que lee el periódico de otro hombre como si echaran de menos el metro o tuvieran la intención de fusionarse para sorpresa de todos, una madre contempla cómo su hijo se aleja y lo llama aumentando proporcionalmente los decibelios de su potente voz mientras igualmente y de forma lineal aumenta la indiferencia del niño que se sigue alejando mientras ella consigue mantenerse en su posición sentada y habiendo creado un radio menor o igual a ocho metros de sordera con su grito. Del mismo modo el ruido que antes era pura paz mezclada con sosiego es ahora un griterío donde se mezclan las preocupaciones y la mascada de frutos secos, confundiéndose el horizonte con la absoluta distorsión.
Entonces me levanto y marcho a casa a esperar a que amanezca, amanezca de nuevo para mí y para Isel, lejos del Madrid que se ha instalado en la arena. Las vacaciones seguirán para quienes las tengan y muchos volverán a casa sin haberse percatado del agua. Yo, por lo pronto, me traje un trozo de mar en los bolsillos para seguir luchando en el Madrid instalado en Madrid.
Hay quien se instala en los sitios y hay quien los instala en él. Isel y yo nos hemos instalado el uno en el otro y en cada centímetro cúbico de nuestra sangre hay un delirio cotidiano, una paz maravillosa. También hemos instalado el mar, dejamos que lo hiciera y nos hemos puesto un toldo para que nada nos estorbe. Como decía antes sólo existe esa manera de respirar, no introducir el aire que expulsamos viciado de nosotros; instalarnos en el aire, ser aire volar contra todo pronóstico y decibelio.
Es muy fácil: cada vez que Isel respira, hago yo la fotosíntesis y así, la contemplación.
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