lunes, 22 de febrero de 2010

Me dejo

A pocos kilómetros de Torrenueva, tan pronto como contemplo entusiasmado y con las ráfagas que me permite la velocidad del coche, la presa de Rules tan llena que pareciera a punto de reventar, empiezo a respirar peor, noto cómo los dedos se me agarrotan y se hacen volante, siento cómo me regresa la taquicardia y mi estado de habitual enfermizo. Los carteles me avisan de la lejanía del Madrid de todas mis hipocondrías y yo me acerco a toda velocidad a enfrentarme con todo lo que me pone enfermo con la misma facilidad con que el suicida saca la valentía de su mártir que le fue promesa.

Quedan aún en las mejillas los besos dados a toda prisa por los abuelos que se resisten a marchar con la fortaleza de los olivos que tienen dibujados en los ojos; esos besos que me resultan andaluces y que consisten en abarcar el cariño haciendo exponencial la ráfaga que se entrega a las caras que sólo se besan mensualmente y llegan por fascículos como si se temiera que, de olvido, no llegara a casa la próxima entrega y hubiera que fascinar a la que se marcha con la repetición cariñosa de la metralleta de vuelcos con que los labios entregan su vejez. Ciertos eructos dignos del más acaudalado monarca me recuerdan la sangre del cordero que encebolló la abuela Juana y ajó hasta otorgarle el glorioso ardor de las tardes de domingo.

Quinientos kilómetros dan para pensar y mucho. Primero se repasan una por una las actividades recién vividas dejando a las comisuras estirarse debidamente según la intensidad con que éstas las remiten a sus nervios y, una vez que se permite a la imaginación vivir por segunda vez lo que ayer pasó, se viaja en el tiempo en un medio de locomoción que es incapaz de amenazar a la gravedad pues de metálico, se olvidó de su carne, y tiene motores que funcionan a fuerza de explosión.

El sábado madrugo tanto que me da tiempo de comprobar que mi padre sigue siendo la persona a la que más admiro en el mundo. Cuando me ve aparecer por el salón se ríe de los cuatro pelos despeinados que, aunque numerosos, no consiguen (a pesar de las manifestaciones que me protagonizan en contra de la alopecia) taparme los cueros que me cubren las antenas. Me muestra el suyo, fuerte como las tormentas y que siempre me recuerda la eclosión de los cogollos cuando el olivo está tan lleno que el tronco se despeña y para mi sorpresa veo cómo se lo tapa con una boina que le hace parecer una especie de comandante o marinero, acrecentando de ese modo el aire irreprochable que siempre ha tenido. Me dice que qué horas son esas de aparecer, que lleva desde las seis dando vueltas y me invita a acompañarlo al terreno que, desde hace unos años cultiva y llena de su genio y que me recuerda el símbolo de su incapacidad para estarse quieto ni un segundo. Nada más llegar se me lanzan los cinco perros que allí disfrutan de la jaula de dos mil metros cuadrados que nos son orgullo y la más pequeña de ellos, pero no menos vieja, me invita a visitar a los que recién parió y que cuida como una leona dentro del invernadero que mejor los calienta. Mi padre me cuenta que fueron siete los que trajo al mundo en un túnel enorme que construyó por debajo del montón de estiércol y que esos tres son los que han quedado. No le pregunté lo que hizo con el resto porque lo imagino y esto me recordó una historia que ya contó Batania sobre la proliferación de gatos en torno a los caseríos que llenaron su infancia. Luego me enseña cómo la lluvia ha destrozado la plantación de habas y cómo, a pesar de las inundaciones que han tenido lugar allí cerca, la tierra nuestra resiste como en un símil de los fuertes hombres que la cuidan. Respiro y el aire entra anatómicamente cuidado y construido llenándome el vacío mío de la sombra mía de las paces que olvidé y que me regresan tan pronto cruzo Despeñaperros para despañarme como un perro en la retahíla de su instinto libertario.

De regreso a casa, mi abuela me hace inventario de los mil platos que ha preparado y que me obligará a comer. El abuelo llega con una rosca de churros tan precisamente aceitosos que me baño, mientras los mojo en el café, en el olor de la almazara que despiden mis rincones. Despierta la pequeña Virginia, llega el tío Alfonso y mi madre nos sirve el azúcar que pareciera haberse estrujado de sus ojos marrones claros donde habitan las colmenas más tristes y hermosas que cabe imaginar.

La tarde la paso enmarcando con mi padre dos de mis cuadros. Uno, el del ajedrez que me ha sido anecdotario y otro, un retrato al lápiz que hice para mi tío Alfonso y al cual entrego con gran expectación para todos y veo cómo lo mira mientras me da tiempo a fotografiarlo viéndose la juventud, juventud que yo le sigo viendo y que por eso mantengo en los grafitos. Por la noche paso las horas hablando con mi abuelo, tomando notas de sus vivencias, las cuales ando novelando cuando el tiempo que no tengo me lo permite. Tanta ebullición de cuentos me permite dormir como un crío y, al día siguiente, no madrugo para no ver a mi padre ser cuchillo contra el cordero. En cuanto despierto, el olor rancio de la sangre, el olor rancio de la vida se me cuela por los poemas y los ojos pastosos de mi abuela resisten la cascada de cebolla que corta una y otra vez mientras se resiste a llorar. Y como es domingo y el domingo es día de guardar y de regresar bien lejos de los corderos, mi tío Alfonso se ríe de la cara que se me pone cuando se refleja en ella el reloj.

En cuanto arranco el coche y el maletero se me llena de habas y tomates y cebollas y lechugas y vuelvo a estar en el Citroen que me trae a esta casa que no es mía, estas paredes que lo único bueno que tienen es que me obligan a pintar y a escribir lo que añoro, pienso en mi deseo de ver ciervos atravesando La Castellana, en mi nostalgia de cerdos para El Retiro, en mi conformidad de corrales para la Puerta de Alcalá. Y sonrío como un gilipollas cuando los Soles se me llenan de gallinas y vierto viñedos en las Moncloas, como si fuera posible esta esperanza de establo para el semáforo, esta posibilidad de rebaño para La Biblioteca Nacional.

Cuando hoy lunes despierto con el cansancio de mil siglos de hipo incontrolado contra la civilización, marcho al trabajo con la sumisión del borrego que mi padre atravesó con su cuchillo ayer. Casi no me molestan las artillerías que salen del claxon del vecino que tiene prisa por llegar a su manutención, ni las alarmas que declaran sus incendios en el hospital, ni esa sucesión de bocinas que son los pasos en las aglomeraciones.

Me prometo dejar el blog, me prometo dejar la poesía, me prometo dejar la pintura sabiendo que esto me permitiría dormir bien, ser un cordero casi místico, un cordero entregado y casi envalentonado ante la bendición de ser sangre para la cazuela. Y por más que lance contra mí esta ráfaga de promesas no hago más que balar, balar contra la bala que se resiste a ser sien, balar contra la plañidera y el dramatismo que me son herencia y me heredo; me prometo balar contra mis juramentos.

No me diréis que no sería hermoso dejarse de una vez, dejarlo con uno mismo, llamarse por teléfono a altas horas de la madrugada e inmiscuirse en la propia separación, quitarse de lo que se ama, ser fiel al desierto que se supone todo adelanto y ser el mejor algodón para la nube, el mejor valor para el balido del cordero. Yo digo sí y mil veces sí, hoy me dejo, necesito aprender de mis siameses, no forzarme a llevarlo todo por delante, llevar por ahora lo que me permite subsistir físicamente y matarme el interior, cocinarme la sangre tan encebollada que me olvide las lágrimas entre los aros.

Hoy me dejo, no pienso publicar nada más en un tiempo, tiro la toalla.

Y en la toalla me veréis: mágica alfombra contra el tiempo.

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