miércoles, 17 de febrero de 2010

Anecdotario VI (y último)







No hay nada como una tarde lluviosa de febrero para declararle la guerra a las pinzas de tender la ropa. Con ellas me comunico tal que así:




- A ver chicas, quietas.
- No te pases o te colgamos.
- No os mováis, os tengo que pintar. A ver tú, la amarilla, aprieta bien los dientes.
- Cómo íbamos a movernos, nos tienes agotadas mordiendo la insoportable extensión de tus calzones.
- Tampoco os hago currar tanto. Una vez por semana y ya. Estáis mal de la pinza.

Haga lo que haga siempre me acaban pellizcando. Por más que sea cariñoso con ellas y les pase la mano por los dos cabellos preciosos y puntiagudos de su cabeza, tan pronto como me detengo en el mentón, mordisquean levemente el torso de mis manos. Esto me provoca un dolor exquisito que sitúa a los dedos en el temblor perfecto que supone acabar un cuadro. Es esto lo que hago mientras en el centro cultural Paco Rabal el gran poeta que es Hasier Larretxea recita sus versos. Un milagro me dejó media tarde libre y podía acudir al evento pero cierto sacudir de tendedero, cierta pieza de ajedrez, me retuvo en casa para terminar de una vez la partida pictórica que comenzamos meses atrás.




Me doy cuenta de que la perspectiva es elástica y de que el horizonte verde miente sin compasión. Percibo que, sin darme cuenta, he rodeado mi tablero en blanco y negro de las efervescencias de un arbusto que aparece y que otra luz, de frente, como si proviniera de la que me rebota en los ojos cuando paso a lanzar el siguiente retoque, proyecta sus ejércitos de fotones contra los pianos que se secan contra todo pronóstico del tendedero que es la flecha de las dianas lunares.




No me gustó el resultado de la Ivonne blanca. Para ejercitar debidamente las proezas del ajedrez, deberían ser todas las casillas negras y todas las piezas negras y comerse a sí mismas en una metáfora hermosa de la guerra contra uno mismo que es, a mi parecer, toda maniobra de combate.




La sensación que queda tras terminar una obra suele ser siempre más o menos la misma. Uno no hace más que pensar en que no está terminada y que nunca debería estarlo. Uno se dice: deberías haber trabajado más el cielo, esas nubes no parecen ser atraídas por nada, deberías haberte dibujado a ti mismo cayendo por el precipicio del cráter que olvidaste perfilar. Uno se dice: si querías ser antigravitatorio a qué viene eso de ser oro contra la pieza; si querías ser torre contra la reina, a qué viene ser flecha contra el arquero. Uno se repite: por qué te esfuerzas en pintar bien si todos los demás ponen especial empeño en hacerlo mal y son aplaudidos por ello. La sensación no es de pérdida, es aún peor; uno se dice: ya está y ahora qué.




Las pinzas se me rebelan:




- A ver si te crees tú que nos vamos a quedar aquí toda la vida sujetando este instrumento.
- No os queda otra.
- Pues bien preferiríamos morderte los ropajes.
- Pues yo me cambiaría por vosotras.
- No sabes lo que dices.
- Lo sé porque de ese modo la pianista vendrá un día a tocar el piano de mis dientes.
- Nadie querrá tocar esas teclas húmedas. Tú estás colgao.
- Gracias a vosotras.




Por más que mire el esfuerzo que hacen, no llego a entender su presencia. Todas son una cruz que se abre cuando así quiero y casi todas muerden con la intensidad del muelle que refuerza su mandíbula. Las hay que se rinden y se me parten en dos y marchan al basurero amarillo. Luego acaban siendo bolsas que soñaron ser pinza y que a veces vuelan y se enganchan a algo y lloran su plástico y se derriten cuando alguien las quiere tanto que las quema y vuelven a ser mordisco reciclable. Y para una vez que se les ofrece la noble profesión de morder un piano mojado, se me echan todas encima y me pervierten con su beso violento que marca con fuerza el carnoso apretón de los labios.




Entre color y retoque y sombra y desasosiego miro el correo para ver que los Poekas esperan que sea yo quien les cree el logotipo del gran grupo poético que son y somos. Esto me provoca la inspiración necesaria que me pide pintar un globo en las inmediaciones de mi cielo de ciruelas. Me retengo. Luego el gran goleador que es Alberto Yago me manda un gran poema que ha escrito y que piensa leer en el próximo encuentro de nuestra tertulia. Lo leo, lo releo, admiro su crecimiento rápido, su deseo de libro y un globo aerostático se me viene a los ojos y vuelo y me voy más allá del suelo del cuarto piso de mis musas y adquiero la mudez intacta que permite terminar un cuadro; pues no se debe pensar en el propio cuadro cuando se pinta sino que es mejor tener la mente nublada de otra anécdota; así, de la infidelidad, nacen las estocadas a ciegas que siempre aciertan siempre que no se adentren en los límites de los perfiles. Del mismo modo en que una obra nunca es fiel a ti, no debes comprometerte con ella, pues ésta, puede negarse a ser terminada y, de seguir en la elaboración de la misma, se te superpondrán una sobre otra las capas del fracaso pictórico y el óleo es, nunca lo dudes joven pintor, el mayor enemigo de la repetición.




Dalí decía que, igual que Van Gogh se cortó una oreja, él desearía cortarse un brazo a cambio de ver, aunque sólo fueran unos segundos, a Vermeer jugando con la luz en la soledad de su estudio. Por mi parte, yo no dudaría en arrancarme la cabeza si con ello consiguiera ver a la Ivonne de mi cuadro el tiempo suficiente que me permitiera superar con el profundo ardor de mis trazos los feísimos atentados contra toda la belleza que se exponen estos días en Arco. El nombre, puesto a propósito, parece alardear de las arcadas que me provocan las creaciones que allí se muestran. Toda esa fealdad me es compensada cuando el más ricachón de turno se adjudica con suma falta de gusto alguno de esos esperpentos para colgarlos en las costosas paredes de sus elegantes maneras de gastar.




Por lo demás, Ivonne sigue siendo el bocado que abarca a todas las pinzas, la reina que ha ganado, por previsión, la partida de mis ensueños, la única que sabría colocarse el andamio de modo que la postura le permitiera tocar los pianos que le fueron mojados de pura rabia contra su belleza. La única que, cuando sonríe, crea lunas en las comisuras, siendo tal efecto equiparable a la muerte de las estrellas consiguiendo que la gravedad de tal espasmo provoque la explosión de nubes contra su boca que es flecha para el tendedero. A Ivonne se le asombran las sombras de las cónicas y el cielo es ciruela contra el pecho.




Cuando termino de escribir esto veo que gran parte de mis manos, allí donde han sido pellizcadas con la bondad de las pinzas de tender, se van convirtiendo poco a poco en el oro puro que es el aceite de mis regresos. Soy tan rico que todas las canastas me quieren morder.




Firmo el cuadro con el apodo que una rebelión de pueblos me adjudicó. Sé que, en su lugar, debería poner: Ivonne. Si pusiera todas las fechas, todas las flechas que me abarcaron al pintarlo, necesitaría una ciudad como esta que me enfría para fe(enfle)charlo.




Ivonne, en germano, significa arquera.

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