Con mi primo Miguelito mantengo conversaciones tal que así:
- Cómo molan los pianos colgando, ¿me vas a hacer unos para ponerlos en mi habitación?
- Pues claro, cuando quieras…
- No, no… mejor… tenemos que construir un castillo ambulante o una casa que sea una lata. Y ahora, ¿jugamos a los Playmobil?
- ¿Tienes?
- Sí, un montón, tengo el barco pirata.
- Qué guay, vale.
- Pero le damos la vuelta y es un bar.
- ¿Le has puesto ya nombre al bar?
- No…
- Ok, será el Bar Co.
- ¿El Bar Co? Ahhh, el barco, jjajajajaja.
Luego nos pasamos las horas jugando con los Playmobil y mi primo se enfada cuando, al preguntarme qué muñeco quiero ser, le digo que el ancla:
- No puedes ser el ancla.
- Claro que sí.
- Jooooooooo, que noooooooo…
- Pues te digo que soy el ancla y de aquí no me muevo. Estoy anclado.
- Pues entonces yo soy el tesoro.
- Por mí muy bien. ¿Qué tal, tesoro, me levas?
- Espera que tiro de ti de la boca.
- Tus besos me saben a oro, tesoro.
- Eres un mariquita, ancla.
- Soy una mujer y mira cómo sonrío.
- Jjajajjajajaja.
Las horas se nos pasan volando y luego me enseña un muñeco que ha hecho pegándole los zapatos de la Barbie de su hermana al cartón de un rollo de papel higiénico, incrustándole una canica como cabeza. La creación en sí tiene un aspecto imponente y parece un hombre que se ha tragado un tonel:
- ¿Sabes quién es…?
- Claro, el increíble hombre con cabeza de canica.
- No, es mi padre.
- Jajjajajjaa, ¿tu padre?
- Sí.
Y tal que así se nos pasan las tardes de muchos sábados. Miguelito tiene la imaginación de mil pintores surrealistas y es el único que entiende a la perfección los psicoanálisis pues, lejos de plantearse razonamientos explicativos de las más absurdas extrañezas, las mira con cierto entusiasmo y les devuelve la inutilidad mágica que condecoran. Con sus cinco años posee un oído musical digno del Mozart adulto y la ironía aprendida de su padre le hace un juego de vacilación impresionante; cuando le enseño cualquiera de mis dibujos tiemblo pues sé que estoy delante del más preparado crítico de arte de la historia y además sé que los niños no mienten. Así las cosas, es la única persona en quien confío cuando emite sus juicios inocentados y es el ser con quien más disfruto manteniendo la más absurda de las conversaciones.
- Primo, mete a los caballos en el establo.
- No, ahora voy a ser un caballo y voy a meter a todas las personas en el establo.
- ¿Por qué?
- Pues por dejar a los caballos un rato a su aire.
- ¿Y por qué no has puesto los caballos en el dibujo del ajedrez?
- Porque metí a las personas en un establo y echaron a correr en cuanto pudieron.
- Pues tenías que haberlos dibujado yéndose al trote a lo lejos.
- Tienes razón, igual lo hago.
- Deberías.
Cuando se acerca la hora de cenar, Miguelito me acompaña a comprar el pan y, en el trayecto, pasamos frente a un edificio enorme de la ONCE.
- Primo… ¿ahí es donde fabrican a los ciegos?
- No hombre… muchos ciegos antes veían y de repente perdieron la vista… otros nacen así los pobrecitos.
- Sí hombre… y yo que me lo creo.
- Te digo la verdad.
- Tienen que ser ciegos porque ellos saben el número de la lotería que va a tocar y no lo pueden ver.
- Jajjajajajjaja. Me superas Miguelito.
- ¿Ves cómo tengo razón?
- Cierto.
Cada vez que charlo con él se me rompen las geometrías y mi mente empieza a funcionar sin la adultez forzada a la que tengo en sometimiento. Si por él fuera nos pasaríamos la vida dibujando; lo que más nos gusta es sacar un papel enorme y él me va diciendo lo que tengo que dibujar y dónde hacerlo. A veces me pide que le dibuje el plano de una casa vista desde arriba para, a continuación, él colocarle los atrezos. Además cada vez que hace algo sorprendente abofetea al repelente que yo fui con su edad, pues no es dado a la exposición de sus habilidades sino que éstas son descubiertas por los demás y estoy seguro de que tras alguna pared esconde los mejores de sus inventos. Consigo así que el fin de semana, el cual es una espera insoportable el resto de la semana y cuando llega imploro a los cielos que su letanía se extienda más allá de los dos días de nada que nos supone, se me pase en un plis plas y ni me acuerde de pintar.
Cuando ayer regresé a casa, después de haber pasado casi todo el fin de semana con mis primos, ayudándoles a pulir el piso que hace poco les entregaron al fin los de protección oficial; me pongo a pintar las sombras que les faltan a mis tableros. Y para hacer esto son imprescindibles dos cosas: estar resfriado, como lo estaba y lo sigo estando, y ser chino. Me explico: además de unas cuantas nociones de geometría y, sobre todo, de sentido común; hace falta estar resfriado porque de ese modo la realidad se distorsiona, la niebla se espesa y las sombras parecen parpadear como los casquillos mal enroscados. La falta de gusto y olfato acrecienta el perfecto estado para imponerse ante la luz pues la sombra no huele salvo si el rincón sobre el que se proyecta está infectado, de modo que siendo tú el enfermo toda sombra recae sobre ti sin manchar de hedor el tablero limpísimo donde se enfrentan las torres contra las reinas. Y con las papilas gustativas anestesiadas, empequeñecen los delirios nutritivos de la boca del pintor que, de buen gusto, se comerían sin masticar a la reina; consiguiendo así que todo el tacto quede intacto de la floración de otros sentidos que se usarán mejor cuando los virus, que bienvenidos sean para la sombra, mueran en su enjambre de miel y caldo. Hay que estar enfermo, como digo, pero además hay que toser como un chino. Sólo los ojos entornados y ciertas pinceladas que simulan grullas para el arte marcial, son capaces de darle a los horizontes la mancha de sosiego que es la sombra de todo objeto, pues sólo teniendo ojos chinos se puede enfocar la proyección de un elemento absurdo y sólo las estocadas de los karatekas se parecen a la mano del pintor cuando éste hace charcos de colores oscurecidos.
Cuando di por terminada la tarea pictórica en que suelen consistir mis tardes de domingo empecé a pensar en el recital que tengo mañana y del cual no he preparado nada pues, de ir menos gente que el último que protagonicé, no acudiré ni yo mismo y será la pared, (sí, las paredes impolutas de las bibliotecas públicas, blancas por el puro placer que provocan las ausencias), la que recite poemas mucho mejores que los que yo escribo últimamente. Todo esto unido al hecho de que, al ir mañana me dejo dos clases sin dar y estoy perdiendo dinero (cosa que no me importa) alimenta el más feliz de mis entusiasmos. De todas formas, si alguien piensa, o pensaba ir, agradecería que me lo dijera a través de aquí o de mi correo porque estoy planteándome sinceramente el no acudir; más que nada por no darme el viaje para nada y dejar a dos chavales sin sus clases de los martes por la tarde. Si no fuera por estos últimos tampoco me importaría visitar la biblioteca Rafael Alberti que no conozco y parece tener muy buena pinta, aunque se quedaran embalados en la carpeta los poemas que nerviosos al principio, me acaban saliendo en los recitales donde el mal rato de los comienzos siempre suele suponerme un agradable encuentro cuando las sillas son habitáculos para los visitantes y no entornos a los que mi náufrago pinta caras para acompañarse.
Por lo demás, el hospital está silenciado de alarmas y las averías son zumbidos contra el guijarro. Entre los medicamentos no he encontrado nada que nos cure la rabia. El médico dice que el poeta cierto no tiene curación. Así que lo siento por Verónica, que me dijo que a ver si encontraba algo para curarnos el termómetro; me parece que somos mercurio contra el vidrio y que a la palabra es mejor dejarla que se golpee ella sola antes que llevarla a la moda de las camisas de fuerza.
Mi niño se ha dejado caer por pediatría donde se extiende un silencio infantil y he pensado que todos los niños, como Miguelito, sólo deberían enfermar de imaginación; he pensado que todos los diagnósticos deberían ser cuentos y que, de las bolsas, deberían gotear literaturas.
Regreso a la central de incendios y por el rabillo del ojo me ha parecido ver corriendo por los pasillos inmensos caballos de madera trotando sus eles. Mira que le dije a Miguelito que, una vez sueltos, se acordara de regresarlos al establo. Toso e impregno los pañuelos de los lodos que ayer me dejaron visualizar las sombras. Me duele tanto la cabeza que sonrío. Es hermoso seguir enfermo de imaginación.
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