Los mimos fueron
los banquetes
de mis palacios.
Como todos creían que iba a morir,
a mi costa se extendía
un jardín de carantoñas
y el mundo era súbdito
de mi reencarnado.
A casa llegaba el asombro
de tristes enfermos del Opus Dei
que venían a practicarme
infantiles felaciones.
Si mi madre me sacaba a pasear,
religiosas vecinas deslenguadas
le decían:
A rey muerto, rey puesto;
y en mi relevo de regencias
fueron las primeras
que ejecuté.
Mucha gente lloraba
cuando a las doce de los domingos
de mi boca salían salmos
y yo era el monaguillo más ateo
que cabe imaginar.
Y aunque fui rey,
me enseñaron el miedo
de los tronos
y a adorar figuras arrastradas
por ejércitos de capuchones.
Con el tiempo comprendí.
No era yo el rey,
era mi otro yo
el destronado.
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