Escucho The xx, un grupo que acabo de descubrir y que recomiendo desde ya. Limpio la casa a conciencia porque mañana vienen mis padres a ver a su perdido. Llevo boina y bailo con todas las ventanas abiertas para que se seque pronto el agua con limón. Termino y enmarco el retrato más hermoso de la historia. Me sale un poema de la nariz y sorbo hacia adentro. Anuncio que mañana los Poekas homenajearemos a mi otro abuelo: Miguel Hernández. De repente y, súbitamente, recuerdo el sueño de mi minúscula siesta de la tarde; tan pernicioso para cualquier salud que no lo voy a contar.
Me encanta el olor de mi nuevo suavizante.
Mi corazón lleva cascos y atraviesa con sus piernas largas los pasos de peatones, le pito y no se da cuenta del Safrane. Escucho la entrevista a Déborah Vukusic en Ovejas eléctricas, otra vez y la próxima vez juro que probaré el helado de limón. Elena Moratalla me perdona mis ausencias para el grupo y yo memorizo mi poema de mañana. Esta noche no dormiré bien o dormiré sobre mi hombro porque mi cuerpo me prefiere imposible los días de descarga. Estudio el modo en que abrazaré a mi hermana Virginia en cuanto entre por la puerta; decido que será un apretón diagonal y mis manos experimentarán una ovoide entre su pelo largo como mis gritos. No sé la cara que pondré cuando le vea a mi madre las colmenas, no imagino la cara que pondré cuando mi padre me diga que huele a tabaco. Decido, súbitamente también, como en mi sueño, tener quince años, otra vez y decido decírmelo en francés: J´ai quinze ans, j´ai quinze ans. Cuando me miro al espejo descubro que los tengo efectivamente y me digo: menos mal. En cuanto me marcho me doy cuenta de que estoy a punto de cumplir veintiséis y que hace once que sueño con María Teresa. Ella crece en mis sueños a mi ritmo, así que bien.
Preparo el disfraz de ingeniero de mañana. Aún me pregunto si llevaré mi propia neorrabia al recital, creo que sí, pero ya veremos. Tengo hambre pero no voy a cenar, forma parte de mi propio complejo, así que me tomaré otra cerveza. Preparo unos ejercicios para Eva, mañana le enseñaré la forma matemática con que los planos se mutilan. Luego marcharé al Paco Rabal a homenajear a mi abuelo así que cojo el D.N.I. y me borro el apellido; desde hoy y, por un día, me llamo, Pedro Hernández y mi cabeza es tan pequeña como una aceituna.
Releo los poemas que abarcan la mayor parte de las noches y nunca publico y digo: madre mía. Los vuelvo a releer y digo: qué pérdida de tiempo. Pienso en el encargo pictórico de la mujer polaca que hace poco me visitó y me dijo: quiero que me pintes el cuadro más triste que hayas pintado en tu vida, algo desesperado, eternamente solitario, como tus versiones de Guayasamín y pienso, dos segundos, igual tres, pienso en mi cara. Luego pienso en mi cara puesta sobre la de Marie Curie y juro que nunca más volveré a leer su biografía. Pienso en la mujer polaca del otro día, la que ha descubierto que no tengo ni idea de usar el color, la que me pide que, por favor, le haga un cuadro a carboncillo y creta pero no más y que lo manche del aceite que recogieron mis hermanos la temporada pasada; me dice que, por favor, regrese a mis inicios, que no explore más el óleo, que es una pérdida de tiempo, que no sé, que tengo que aprender. Le doy las gracias y le doy la razón y le aseguro que, desde entonces, en el trabajo, ya me he olvidado de la poesía porque dejo sobre el cuaderno tales tristezas que cuando alguien las ve me mira y me da la limosna de su propia desesperación, mueca que yo recojo pictóricamente para mí.
Mientras escribo no puedo dejar de mirar mi último cuadro. De algún modo se podría asegurar que no lo he pintado yo. Se podría decir que yo estaba allí en el momento oportuno, se podría decir que es mío pero no, se podría afirmar que algo hizo que lo pintara. Me beso las manos como cada noche, me digo: ole! Y sé que mañana me parecerá muy muy muy muy muy muy muy muy muy mejorable. Mañana en cuanto me levante tendré ganas de tirarlo a la basura, mi cuadro y a mí tras él.
Me doy cuenta de los momentos mágicos de cada día. Me doy cuenta de que todo ser humano tiene algo de ángel; incluso el asesino más despiadado, incluso el violador más repugnante, de repente y, oh milagro, tiene unos pies preciosos, o unas manos comestibles o la más radiante de las cabelleras. Me doy cuenta de que tenemos el tizne de la gloria, me doy cuenta de que soy un esteta del espíritu y que mi forma de sentir es inabarcable. Me doy cuenta. También me doy cuenta del máster de mi soledad, me doy cuenta. No tuve más que no presentarme a las pruebas y obtuve la máxima condecoración, soy doctor en nanología, las cosas pequeñas tienen el ímpetu de toda mi nostalgia. Luego y, sobretodo, me doy cuenta de la inabarcable ineptitud de mis actos, la inquietante labor que dedico a las inutilidades y me castigo regando las plantas y me castigo siendo incierto.
Ahora me duele la laca, la capa que se amontona sobre el carboncillo cuando se decide acabada la obra. Cómo se puede tomar razonablemente tal decisión, cómo se puede terminar lo que no tiene límites y procura limitar sus mejoras. No me lo explico: cómo se puede.
Después de seis meses me llega la última multa que recurrí y empiezo a pensar en los versos de mi nuevo recurso. Eso sí, esperaré otros seis meses para enviarlo pues tengo tanta prisa como los que quieren recaudarme.
Y ahora que se acaba el día empiezo a escucharme, sí, a mí, verdaderamente a mí y me doy cuenta de que es mejor ir a dormir, ya, ahora.
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