sábado, 8 de mayo de 2010

Coria

El viernes tengo el coche cargado de mi arte, mi coche vale tres millones de euros, mi coche. El viernes a las doce del mediodía cuando salgo de trabajar el viernes arranco el Safrane y me acompaña mi compañero Martín. Martín está más emocionado que yo porque Martín desde que vino a Madrid desde Argentina hace cinco años a malvivir, a sentir las patadas economistas de todos los encierros, no ha salido de la ciudad. Mi amigo Martín me acompaña a Extremadura y por el camino vemos más de cien nidos de cigüeñas. Yo los cuento, digo: una cigüeña, dos cigüeñas, tres y así hasta cien, las cuento una por una en voz baja, sin voz apenas y a nadie le importa el número de cigüeñas; en cambio todas las cigüeñas me cuentan a mí cien veces, todas, las cien.
Cuando llegamos a Coria, en la provincia de Cáceres, tenemos la impresión de haber viajado en el tiempo, llegamos a la hora de la siesta, hora sagrada y nadie nos mira por la calle porque todo el mundo dormita tranquilamente entre el aire limpio de su ciudad medieval. Nos perdemos entre las callejuelas imposibles donde apenas cabe nuestra anchura y, de repente, el Museo de la Cárcel aparece amablemente sobre nuestras cabezas como si perteneciera a la época de cuatro siglos atrás. La consejera de cultura llega a la hora prevista, nos invita a café y llamo a los padres de mi buen amigo Fernando. Pepi y Jesús son el nido de la cigüeña que es mi amigo Fer, conocerlos basta para entender que los seres son capaces de engendrar niños vivos y ciertos, buenos como ninguno, ciertos, ciertos, certeros. Todos colaboran, así las cosas, se tarda un santiamén en acallar la tortura de un museo donde fueron encarcelados miles de gritos. Mis cuadros son más bonitos que nunca porque necesitaban hallarse entre rejas tan acostumbrados como los tenía al encierro urbano. Mis cuadros son cigüeñas castigadas y ellos disfrutan de ser torturados, mis cuadros masoquistas pidieron a gritos que les pusieran las cadenas pero los ahorcamos, a todos; desde entonces respiran mejor que nunca, mis cuadros, ajenos a mí, se toman unas vacaciones de los ojos que los contemplan. Mis cuadros metidos en una celda hermosa son los más felices del mundo, mis cuadros, mis niños que hermosamente crecen en su encierro de cristal, mis cuadros que lloran óleo todos los días porque odian su color, mis cuadros exigen que les pongan una puerta, otra más, además de la de casi un metro de ancho, para no poder escapar de los visitantes extremeños que ahora los miran, mis cuadros descansados de mí, mis cuadros en la marina d´or de todos los secuestros, mis cuadros. Mis cuadros con síndrome de Estocolmo. Mis secuestros.
Pepi se enoja porque dice ser una mujer muy antigua y para ser feliz le hubiera gustado hincharnos a comer; la madre de mi querido amigo Fer no se queda tranquila porque le hubiera gustado vernos ser perdiz; Pepi, tan contenta de todo que me parece mentira que pueda existir una sonrisa mejor. Cuando terminamos de montar la exposición nos enseña la catedral como si acabara de descubrirla mientras Jesús ultima ciertos detalles para conmigo, como imprimir carteles para anunciarme o buscarme un cuaderno donde la gente pueda apuntarme sus impresiones y yo no hago nada para merecer eso, nada. Se portan tan tan tan tan tan tan tan tan tan bien conmigo que no me queda otra que regalarles un cuadro muy querido: Lorquinao, un pastel al aceite de oliva que dibuja un poema de Lorca del Romancero Gitano. Un cuadro que nunca expongo y que Pepi dice que pondrá encima de su piano.
Nos tomamos unas cañas y se hace tarde y hay que regresar a Madrid, coger la rotonda en forma de agujero de gusano para viajar cuatro siglos en adelante y ver mi carruaje de caballos convertido en Renault. De camino al coche Pepi me presenta a cuantos pasan y les dice que vayan a ver mis cuadros y yo me sonrojo por pura transgresión. Me abrazan, sí, tal cual, me abrazan con total normalidad, me abrazan y me besan y me dicen adiós y planean mi vuelta, la panzada de platos que van a preparar, preparan el futuro encuentro, la visita de cierta clase de ellos que son maestros, el posible recital para sus niños...
En el coche Martín no sale de su asombro y yo tengo que escribirlo para ir surgiendo de mí mi propio escapismo para conmigo. Maniobro con la letra hasta desaparecerme y no me encuentro, todavía no. Nunca me falla, la gente del pueblo está hecha de otra madera, de otra sangre, son felices viviendo a la altura de las antenas y nunca, jamás, se electrocutan. Tienen algo de encina, tienen algo de hierba.
En cuanto llego a Madrid, en cuanto intento acomodarme en mi propio nido, siento una barbaridad de voltios contagiándome la hartura. Respiro tan mal como siempre. Estoy en casa.

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