La música me traslada últimamente a las riquezas inusuales que hay en el tímpano de las cosas. Me mueve así, me balancea y me lleva a territorios que no están en los árboles aunque los imiten, a países que no están en los mapas pero los contemplan, a satélites donde es finito el bermellón de la ira de una estrella vista de soslayo. Hay una fusión en el pentagrama de matemática y palabra que acude al oído a sacudirle su resistencia al hábito de la minucia. Es fantástico, ahora el abrazo me sabe a Schubert, ahora el columpio se parece a Mozart, ahora la constalación me recuerda a Wagner... Y luego Beethoven, que está en los muebles de la casa y en el movimiento caótico de la polilla y en una lámpara que no dice nada sobre la mesa y que a penas alumbra unos papeles que no tienen nada, unos lápices que se dedicaron a dibujar esa nada, un pincel que ha dicho algo pero se retractó en seguida. Beethoven que es una fuerza sobrenatural para con los cimientos de las caras, Beethoven cuya sordera maravillosa me tapona la mediocridad de las aceras para vestirme los sentidos de una furia extraordinaria. Gracias amigo, gracias.
Acabo de llegar a casa de pasar el día en un pueblo segoviano donde he visto a los caballos saltar ligeramente en un hipódromo fantástico cuya construcción permitió la tala de innumerables árboles. Había chicas maravillosas que conducían a los equinos hacia el obstáculo y que estos saltaban impecablemente dejando su grupa preciosa y redondeada al aire en un eslabón de piernas minucioso y elástico que caía al suelo al ritmo de esa melena oscura y tan deseosa de dibujar que poseen los caballos. Ataviado con mis mejores ropas, unos pantalones cortos descoloridos y una camiseta cualquiera, miraba entusiasmado tan admirable situación mientras pijos de la peor calaña a mi alrededor charlaban sobre cosas superfluas como la nueva yegua que les ha comprado papá o la fiesta inaudita y aburridísima a la que acudieron recientemente. Yo resultaba un pegote insoportable que estropeaba el graderío. Eso hasta que saqué el cuaderno de dibujo y tracé sencillas piruetas de los animales obligados al cansancio. Entonces un grupo de muchachas de gran inteligencia se sintieron atraídas por el acto pictórico:
- ¡Anda! ¿Pintas...?
- … Sí.
- Me encanta, deberías ser diseñador de moda.
- Nada me gustaría más.
- ¿En serio? Guau... puafff, si yo supiera dibujar así, madre mía.
- ¿Y qué haces?
- … pues... nada, no sé. Estudio, pero no me gusta.
- ¿Y qué estudias?
- Nada.
Luego me dieron un montón de ideas para diseñar complementos muy necesarios para la humanidad y me dejaron en paz cuando vieron el poco entusiasmo que me provocaban. Yo había ido simplemente porque quería tomar algunas anotaciones de caballos para un próximo cuadro en el que estos aparezcan haciendo absolutamente nada; cuando intenté explicárselo me armaron una rebelión de las que no se ven:
- Pero... ¿cómo que no están haciendo nada... pero si están saltando?
- Ya, pero no están haciendo absolutamente nada; perdón, están haciendo específicamente eso: nada.
- No lo entiendo.
- Ya, no sé, es que estoy pintando unas cuantas cosas para crear el efecto contrario. A ver... ¿para qué sirve que los caballos hagan eso, no serían mucho más felices salvajes por ahí, a su bola?
- Ya, pero quien lo haga mejor pues gana.
- Lo sé, pero el caballo no gana nada, ¿no te parece?
- Ya, pero lo gana el dueño.
- A ver, que a mí esto me gusta verlo pero no sirve para nada. No tengo nada en contra de los jinetes, pero es que creo que lo que hacen no sirve para nada y, el hecho de que yo lo dibuje sirve para aún menos.
- ¿Entonces por qué lo haces?
- Porque me siento muy atraído por lo específicamente inútil.
- ¡Qué chico, me estás rayando!
Entonces dejaron de hablarme definitivamente para murmurar entre ellas cosas que me gustaría saber pues serían de enorme utilidad para todos. Desgraciadamente no fue así ni mi imaginación dio para más pues estaba muy motivado con el motivo de mis dibujos y me dediqué de pleno a ellos. No suelo plantearme con detenimiento el porqué de las cosas, yo no sé por qué me ha dado por pintar cosas que acaban defraudadas al final. No creo que sea por completo inútil pero es esa sensación la que me lleva a hacerlas. Supongo que en nuestro mundo es útil un destornillador, por ejemplo, pero no sirve para nada un poema. Eso sí, sé la dificultad que tiene el destornillador para provocar algo; en cambio el poema puede suscitar la idea de belleza, puede trasladarnos, movernos del sitio, crearnos admiración, sugerirnos un ritmo fantástico, una ley subjetiva que nos dice algo, ya no es nada pero sigue siéndolo. Vamos, que si nos ceñimos a la idea de utilidad de Kierkegaard no sirve para nada, pero mola. Pero claro, todo depende de la utilidad que le demos a las cosas, para mí un destornillador es algo por completo inútil. Por mucho que apriete el tornillo que yo desee apretujar contra algo, jamás conseguirá transmitirme lo que es útil para mí y que es la sensación de admiración o de entusiasmo hacia algo. Dios me libre de aplaudir a un destornillador. Levantémonos todos y aplaudamos al gran destornillador pues ha conseguido como nadie fijar el tornillo de ocho milímetros al lugar que queríamos. ¡Gloria al destornillador, gloria!
Lo que pinto últimamente, no es que piense que no sirva para nada, no el hecho de pintarlo sino la representación de lo que quiere ser. Los alumnos de Bellas Artes que no están pintando absolutamente nada, por ejemplo, no es que piense que los pobres están ahí dejando todo su esfuerzo en no pintar nada, si, de hecho, el personaje central soy yo mismo esforzándome en no pintar nada y miro al espectador para dar fe de ello, y pinto gris al espectador como gris es el horizonte entero. Es que, de alguna manera sé que el espectador no sabe que mientras pintaba ese cuadro en concreto yo escuchaba el romance en fa mayor de violín para orquesta de Beethoven, y no sabe que estaba tremendamente triste en el perfil de los caballetes pero no imagina mi alegría para los montes del fondo y mucho menos la indiferencia con la que fue perseguido el cielo morado de más allá. Quiero decir... que por mucho en que yo me esfuerce en no pintar absolutamente nada está claro que al final he pintado absolutamente algo aunque esto te parezca a ti una cosa y a mí otra. Y si esto me resulta dificilísimo explicármelo a mí mismo, imaginemos entonces el esfuerzo que hay que poner para que lo entiendan tres muchachas guapísimas que no se han leído un poema en su vida ni han mirado con detenimiento un cuadro jamás aunque sus papis lo hayan comprado para tenerlo en el salón y decir que es de Miró.
Lo que pasa es que yo pienso que las mejores cosas de la vida ocurren cuando no hay nada de por medio. Por ejemplo, los mejores poemas surgen cuando no tienes la más mínima intención de que nadie te los compre o de que nadie los lea o de que nadie te diga lo buenos que son, del mismo modo en que los mejores cuadros son los que nunca enseñas porque son demasiado tuyos y te sería imposible desnudarte así como si nada; igual que la mejor música le surgió al compositor de forma natural y para satisfacción propia por mucho que la humanidad luego goce de esos sonidos increíbles que se le aparecieron por arte de magia.
Miguelito, al que le cuento todas mis vivencias tal cual me ocurren y sin vergüenza, y en quien confío plenamente pues sus seis años de vida me bastan para que comprenda mis inutilidades, me lo dice con simpleza de niño:
- Primo, si las niñas eran tan guapas como dices, ¿por qué no las dibujaste a ellas?
El cabrón del niño siempre acaba quitándome la razón en todo. Me dejó destrozado el pasado miércoles. Sus padres me llamaron para que cuidara de él y de su hermana porque había muerto su abuelo. Yo fui encantado a pasar la tarde con ellos y procurar que no supieran nada, pero una vez más Miguelito tenía su cuchillo infantil afilado:
- ¿Ya te has enterado primo?
- ¿De qué?
- De que mi abuelo se ha ido de viaje.
- ¡Vaya! No lo sabía.
- Sí, en cohete, se ha ido al cielo.
- …
- No te preocupes primo, todos vamos a ir allí.
- …
Y siguió jugando con los coches de carreras donde él era Alonso.
Yo no sé para qué sirven las cosas pero, desde luego, mis conversaciones surrealistas con Miguelito son, junto con la música, las cosas más productivas que me están sucediendo últimamente. Eso y que a mis 26 años me ha dado por retomar mis estudios de solfeo que quedaron por la infancia. Y todo para nada. Y todo para todo.
Tengo un pie de rey que mide el sentimiento.
1 comentario:
¡Ojala! todos tuviesemos la perspectiva de la vida de un niño, las ilusiones, la inocencia y la sabiduria infantil..... dejamos escapar a veces lo mejor de uno mismo cuando crecemos, pero... ¡DONDE HA HABIDO SIEMPRE QUEDA!, me ha encantado la conversación con la ladyes de la hipica y la de Miguelito. Seguire viendo cosillas por aqui :)
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