sábado, 17 de julio de 2010

Música

Anoche, a las 3.30, justo después de haber terminado de ver Copying Beethoven con mi primo Chema, empezamos a hablar de música hasta que amanece. Llegamos a la conclusión de que, si bien todas las artes producen un estremecimiento y eso explica su supervivencia, es la música la que con mayor efecto maquina sus convulsiones. Realmente nunca me lo había plantado antes pero Chema lo delimitó de forma sencillísima: Mira Pedro, si es que con el tiempo, ni el amor (su mujer, Dama, dormía), vale, la pintura y eso que escribes y todo eso está bien, pero lo que realmente hace que se me ponga el pelo de punta es la música. Esto me lo dice después de que ayer los acribillara a todos con Ludwing toda la tarde porque antes de ir a la biblioteca llamé a Mercedes, la bibliotecaria a la que conozco ya de leérmelo todo, para que me preparara todo lo que tienen de Beethoven y, como es muy maja, me permite el privilegio de llevarme todo lo que me plazca, y no los tres libros como máximo, o los tres cds como máximo, o las tres películas en dvd. Así las cosas, cuando Chema escuchó la novena sinfonía tal y como es y no esa mariconada del Himno de la alegría que nos obligan a cantar en las clases de música del instituto, se quedó alucinado. La conclusión a la que llegamos me hizo pensar mucho, tenía razón, yo sentía igual, de hecho es muy difícil que yo me ponga a pintar sin música de fondo o sin que alguien me lea alguna cosa mientras tanto, pero sobretodo, cuando escribo, cuando pinto, la música es un ingrediente indispensable para la motivación de la obra. Además, nunca me ha pasado que, mirando un buen cuadro, me dieran ganas de reír, o de llorar o de lanzarme a bailar como un loco en el salón donde está colgado. No. Ni los mejores poemas de Claudio Rodríguez, al que admiro mucho, me hacen sentir una palpitación más extensa, o un nerviosismo inmiscible, o un alarido adentro como el que me provocan algunas composiciones sencillas al piano. También me di cuenta de lo poco que me interesa, cada vez menos, la ingeniería y la ciencia en general, por mucho que me provoque curiosidad, carece de alma por mucho que se la busque. Cuanto más avances hay en terrenos que no sean puramente médicos dejan de interesarme por completo. Me da lo mismo la altura que son capaces de alcanzar algunos edificios, o la monstruosidad del dique para calmar los mares; yo puedo mirar esas toneladas de cemento y acero y decir: ¡Vaya!, sin más, pero yo puedo escuchar la séptima sinfonía de Beethoven y decir: ¡La madre que lo parió...! unido a un escalofrío íntimo maravilloso. De hecho, Miguelito, y sin que viniera a cuenta, esta mañana me dice que con esa música crecen las flores; y tenías que haberlo visto, hecho un ovillo y de repente, al ritmo de la música, extendiendo su cuerpo como si fuera una flor seca que sobrevive tras la lluvia; hasta se le ha olvidado por un momento el Scalestrix que tenía montado en su habitación.

Y yo regreso a casa lleno de revelaciones varias que asumo durante toda la tarde y me pongo un buen cd y me tomo una copa y me pongo a pintar un cuarteto de cuerda mientras escucho La gran Fuga del maestro Beethoven. Y hay una calma en los rincones, hay una calma dentro de mí, una inspiración que no es mía si no fuera por el pentagrama. Y me siento bien, muy bien por ello.

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