martes, 5 de julio de 2011

Seamos realistas: pidamos la utopía, de Julio Anguita

Hay quien toma utopía por quimera y se confunde.
No soy de los que se enfadan cuando lo califican de utópico, para mí es un piropo. Claro que lo soy. Se trata de la nostalgia de futuro.



La utopía es más que necesaria; afirmo que la utopía es lo que diferencia al hombre del caballo (como decía un viejo profesor que tuve), es lo que hace al ser humano, humano, lo que le da sentido y lo completa. Por ejemplo, sin ella no habríamos alcanzado nunca el seguro de enfermedad, ni las más elementales pautas de comportamiento jurídico internacional (aunque después los que tienen el poder se lo cepillen todos los días a su santa conveniencia). Creo que se me puede entender cuando me refiero a lo que permite escapar a la animalidad, dejar de ser virus o bacteria para hacerse hombre. Gracias a esa hermosa utopía hemos podido llegar hasta aquí, ni más ni menos, para vivir en una zona del mundo con un determinado nivel de bienestar. Aunque también es verdad que la mayoría de las veces es a costa de los otros mundos del planeta Tierra.




La utopía es el requisito básico para ser una persona de izquierdas, o mejor aún, es la primera virtud. Cuando me lo dicen con intención de ofender, les tengo que dar las gracias por el comentario (y eso que no lo hacen con ganas de alabar sino todo lo contrario): “Sí, señor, claro que soy utópico, por supuesto que sí”. Una persona de derechas es aquella que se beneficia de las conquistas de los utópicos porque no quiere que los beneficios sociales se apliquen nada más que a su casta, a su gente. Lo más que hace es afirmar que está de acuerdo con el bienestar general, pero no se siente concernido en la toma de conciencia y de responsabilidad para conseguirlo. La derecha, en el fondo, es una eterna contradicción entre la evidencia y sus intereses. Esta Europa nuestra que ha levantado un monumento a la razón crítica con Kant, Spinoza, Leibniz, Hegel, Descartes y demás, aquellos grandes pensadores que han sometido al mundo a la racionalidad de sus concepciones, cuando llegan a la economía atribuyen los vaivenes a cosas tan intangibles como “la mano invisible”, o “la fluctuación de los mercados”; para mí es la gran contradicción de la derecha. Por un lado pide racionalidad, pero cuando llega la hora de aplicarla a los ámbitos de sus intereses hace ideología de la “no ideología” del mercado, ¿no parece curioso? Pasan del discurso de Descartes como ejemplo del método racional a palabras que diría un mago de la tribu. Se debe admitir que hoy en día una parte que se autocalifica de izquierda ha entrado también en esa situación de ruptura entre principios y prácticas. Cuando hablo de lo que es izquierda y derecha me remonto a Heráclito y Parménides; al momento en el que este último dice: “Las cosas son como son y no pueden cambiarse”, se refiere a la derecha. Mientras que Heráclito era autor de la idea del “todo fluye”, y por lo tanto susceptible de cambiar: ahí encontramos un ejemplo de un concepto de izquierdas. En ellos dos anclo esos conceptos que cristalizarán siglos después en la Revolución francesa y pasan a nuestros días tal y como entendemos a la derecha y a la izquierda.




Cuando aparezco en cualquier auditorio para dar una conferencia sobre la república hablo de deberes de los ciudadanos, de un cambio de transformación en la manera de pensar. Antes de comenzar les digo que si hay alguien que cree que la república se limita al cambio de la bandera, el himno y el exilio del rey, anda muy equivocado.
Ser republicano es un sentimiento cívico, es parte de un proceso constituyente que forma una cadena del cambio de la sociedad. La república es para hombres y mujeres con conceptos cívicos y éticos forjadores de un entramado de derechos y deberes.
En el fondo, es la transformación social desde otro enfoque. Y alerto de que des mejor que la discusión la abordemos desde la izquierda, no vayamos un día a encontrarnos con una república propugnada desde la derecha, y sé a lo que me refiero.




La utopía la manejamos más los que pasamos por la generación del 68. Los que fuimos hijos de la España pobre y dura en la que cuando podías comer te sentías un afortunado. Me refiero a esa época en la que se remendaba la ropa para que durase más, y también se zurcía. Ahora los niños no conocen las coderas, salvo que se hayan puesto de moda por alguna marca. Pero no me refiero a las coderas que pueden ser un recurso estético sino a las que salvaban un jersey de un invierno cuando el frío era tan cotidiano, también en las casas muy mal acondicionadas para las inclemencias.
En mi generación, nada de tirar cosas, todo se aprovechaba y la ropa pasaba del hermano mayor al hermano pequeño para completar la cadena de la economía de subsistencia.
Por eso, cuando nosotros pudimos tomar una cerveza sin hacer economía lo consideramos como una sonrisa de la vida. Tener un coche, aunque fuera un seiscientos de cuarta mano, era una noticia de primera página, porque hasta ese momento sólo habíamos conocido la negrura, la escasez, la necesidad. Fuimos criados en la austeridad que imponía estudiar como tabla de salvación para salir del agujero social, había que hacer un nombre, decían entonces los mayores. Así que cuando el mundo se nos abrió con sus posibilidades técnicas y económicas, nos convertimos en las personas que más disfrutamos de aquello que se nos ofrece (digo que mucho más que nuestros hijos).
En mi juventud era imposible pedir dinero para comprar alguna cosa que se saliera de lo corriente, es decir, unas pipas y poco más. Entonces no nos parecía una penuria excesiva porque era todo lo que teníamos por delante. Por eso cada cosa que “arrancamos” a la vida la disfrutamos más, le sacamos mayor partido, sabemos lo que es vivir sin recursos, y de repente alguien nos ha abierto la puerta del escaparate para coger los caramelos sin fin.
Y cuando me refiero a las penurias económicas también podía hacer un epígrafe de la escasez sentimental. En aquella España pacata y recelosa, donde se rendía culto a la muerte con lutos muy largos, si tocabas a una mujer era para toda la vida. Era corriente que las parejas no tuvieran período de rodaje, ni tampoco se podía devolver al otro si no te gustaba del todo; una vez que se le quitaba el precinto al amor, era para toda la vida. Cuando digo precinto no me refiero a otra cosa que a coger de la mano a la chica que te gustaba, aquello era un ataque a la moral y a las buenas costumbres. La frase “para toda la vida” suena a condenación eterna. Las mujeres, para nosotros, era lo que dijo Buñuel: ese oscuro objeto del deseo.




Habíamos sido castrados por la Iglesia católica que sólo nos dejaba la intimidad del pensamiento en nuestro cuarto, pero luego había que pedir perdón por haber sacado la imaginación de paseo por el jardín de las delicias. ¡Qué cosa más ridícula y tremenda!
Por ejemplo, mis padres nunca salieron a cenar con unos amigos porque su economía no se lo permitía. Hoy, a diario puedes encontrarte con millones de parejas que cenan fuera de casa porque no les apetece cocinar. Las grandes citas gastronómicas, por la cantidad y no por la calidad, estaban reservadas para las comuniones y las bodas, cuando las familias quedaban para comer juntas, y en gran cantidad para que se viera; como se decía antes “lo que honra es lo que sobra”.





Corazón Rojo. La vida después de un infarto, de Julio Anguita González, Edición de Rafael Martínez-Simancas, Esfera de los libros, 2005, páginas 125-129

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡me encanto!

Noelia Pérez dijo...

La verdad que ser un poco utópicos nos hace marcarnos objetivos en la vida y eso es imprescindible para crecer como personas y conseguir lo que más deseamos.