El adoctrinamiento alcanza actualmente tal grado que es extremadamente raro encontrar a una persona que confiese tener en poca consideración una tragedia de Racine o un cuadro de Rafael.
La palabra cultura se emplea en dos sentidos diferentes, unas veces se refiere al conocimiento de las obras del pasado (jamás olvidemos además que esta noción de las obras del pasado es completamente ilusoria, pues lo que se ha conservado no representa más que una pequeñísima selección basada en las modas que han prevalecido en el ánimo de los clérigos) y otras veces se refiere más en general a la actividad del pensamiento y de la creación artística. Este equívoco de la palabra se aprovecha para convencer al público de que el conocimiento de las obras del pasado (al menos las que han retenido los clérigos) y la actividad creadora del pensamiento no son más que una sola y misma cosa.
Sólo nos desembarazaremos de la casta burguesa occidental desenmascarando y desmitificando su pretendida cultura. Es su arma y su caballo de Troya.
Yo soy individualista, es decir, considero que mi papel como individuo es oponerme a toda constricción derivada de los intereses del bien social. Los intereses del individuo se oponen a los del bien social. Querer servir a ambos a la vez sólo puede conducir a la hipocresía y a la confusión. Al Estado le corresponde velar por el bien social, a mí por el del individuo. No conozco más que un rostro del Estado, el de la policía. A mi parecer, todos los departamentos de los ministerios estatales tienen ese único rostro y no puedo figurarme al ministerio de cultura de otra forma que como la policía de la cultura, con su prefecto y sus comisarios. Una figura que para mí es extremadamente hostil y repulsiva.
Conferir a la producción artística un carácter socialmente meritorio, hacer de ella una función social honrada, falsea gravemente su sentido pues la producción artística es una función propia y fuertemente individual, y en consecuencia completamente opuesta a toda función social. Sólo puede ser una función antisocial, o cuanto menos asocial.
Los profesores son escolares perennes, escolares que terminado su tiempo de formación salen de la escuela por una puerta para volver a entrar por la otra, como los militares que se reenganchan. Son escolares que en vez de aspirar a una ocupación adulta, es decir creativa, se han aferrado a la posición de escolar, es decir a una figura pasivamente receptora, como una esponja. La actitud creadora es lo más opuesto que podamos concebir a la posición del profesor.
Lo que le falta a la cultura es el gusto por la germinación anónima, innumerable.
El hombre culto está tan alejado del artista como el historiador del hombre de acción.
Quienes celebran la cultura no piensan lo bastante en el enorme número de seres humanos y en el carácter innumerable de las producciones del pensamiento.
La idea del occidental de que la cultura es un asunto de libros, de pinturas y de monumentos es infantil.
Pensando en esas naciones que no han tenido otra cultura que la oral y no nos han legado rastro de su pensamiento, me viene a la mente que pasa otro tanto con la nuestra. Pues las obras que conforman nuestro material escolar y que son todas -escritos, pinturas, monumentos- producción de una camarilla muy restringida -la casta señorial- y de un puñado de peritos pagados por ésta, no pueden llamarse obras de una nación.
Se honra al patriotismo pero, cuidado, ¿qué patriotismo? ¿Nos referimos al espíritu de fraternidad entre personas originarios del mismo pueblo, a las que les ligan recuerdos y formas comunes, como ocurre en comunidades que por otro lado suelen ser pequeñas y estar poco corrompidas? No, no se trata de eso. Se pretende un patriotismo despersonalizado, un mito colectivo de cooperación cívica en pro de la gloria y la expansión de una bandera, de la que se supone que por hacerla prevalecer en los campos de batalla cada uno de los súbditos recibirá su parte de las ventajas que de ello se deriven. Se trata en suma de un patriotismo sublimado, idealizado, en el que para los compatriotas ya no se trata de amarse y ayudarse sino más bien de destrozarse odiosamente a la mayor gloria de la mística bandera.
Los poetas y los artistas sólo conmoverán y empezarán a interesar al público cuando le hablen en la lengua vulgar en lugar de en su lengua pretendidamente sagrada.
Con la creación artística -rara, excepcional- y con su divulgación pasa como con esas islas desiertas cuyo salvajismo, que es su atractivo, cesa en cuanto la propaganda hotelera atrae a los turistas. Entonces ya no queda más que un salvajismo fingido repelente y los amantes de los parajes raros, excepcionales, buscan otro lugar donde plantar su tienda de campaña.
Max Loreau opone muy pertinentemente subversión y revolución. Revolución es girar el reloj de arena. Subversión es otra cosa, es hacerlo añicos, eliminarlo.
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