Los dos resortes de la cultura son, el primero, la noción de valor y, el segundo, la de conservación. Para acabar con la cultura, que reina desde hace milenios, en primer lugar habría que destruir la idea del valor atribuido a la producción artística sobre la que se apoya. Tomo aquí la palabra valor tanto en su sentido económico como en su sentido ético o estético -aunque uno implica el otro-. No se puede abolir el valor mercantil más que aboliendo el valor estético, y por lo demás este último es más pernicioso que el valor mercantil, y además está anclado mucho más firmemente. La noción de conservación también está ligada a la idea de valor. Es evidente que se conservan los objetos a los que se ha atribuido un valor y que el deseo de conservarlos ya no tendría razón de ser una vez abolida la idea de valor.
Occidente tiene dos héroes. Por una parte celebra al corsario audaz, al jefe intrépido, al espadachín defensor de los insumisos a quien nada se resiste, y por otra parte al mismo tiempo celebra a su opuesto, al que perdona las ofensas, al que renuncia bondadosamente, al que se sacrifica. El hombre accidental no es consciente de la incompatibilidad de esos dos soles opuestos, deslumbrado primero por uno y después, en el instante inmediatamente posterior, por el otro. Quizás sea este doble resplandor contrapuesto lo que le lleva a quererse al mismo tiempo subversivo (lo que en su cabeza implica que es libre y absoluto señor de su destino) y sin embargo también respetuoso para con sus deberes sociales, leal servidor de su grupo, patriota, etc.
Hablando con propiedad, el veneno de la cultura no es el arte sino su nombre. Lo que se ha expuesto antes del cuadro con su marco vale también sin duda para la estatua con su pedestal, para el teatro con su escena, y para el poema, la novela y cualquier género de la literatura.
Hay quien afirma que abolida la cultura ya no habrá arte. Es una grave equivocación. Es verdad que el arte ya no tendrá nombre; lo que se habrá superado será la noción de arte y no el arte, que al dejar de ser nombrado recobrará la vitalidad.
El pensamiento necesita librarse del vocabulario para liberarse de la cultura y recuperar la juventud.
El artista ha tomado conciencia de la libertad que le ofrecen los modos de expresión desembarazados de la pesada coacción del vocabulario.
Como sucede en el caso de dos caminantes en direcciones opuestas. Estoy muy de acuerdo en que estamos todos -y digo también quienes apenas han recibido instrucción, los iletrados- impregnados de cultura; que nuestro pensamiento está totalmente condicionado y deformado por la cultura, es a la cultura como la hoja del cuchillo es al acero. Pero la hoja del cuchillo puede caer en la subversión; puede aspirar a sustituir su naturaleza de acero por la de puro querer cortar.
Ya no habrá espectadores en mi ciudad; nada más que actores. Basta de cultura, y así basta de mirada. Basta de teatro -el teatro comienza cuando se separan escena y sala-. En mi ciudad todo el mundo a escena. Basta de público. Basta de mirada, y así basta de acción falseada desde su origen por estar destinada a la mirada -incluida la del propio actor que desde el momento en que actúa se convierte en su propio espectador-. ¿Desde el momento en que actúa? Eso sólo sería un mal menor. La inversión se produce antes incluso de actuar, al encaminarse el actor a la sala antes de actuar, de manera que una acción sustituye a la otra, la cual en realidad y ano es del todo la suya, sino la de otro, que se da en espectáculo. Ta es el efecto del condicionamiento de la cultura. Entraña que la acción de cada uno sea sustituida por la de otro. ¿Pero qué vamos a hacer nosotros, que estamos condicionados, que no podemos prohibirnos mirarnos actuar? Vamos a dirigir nuestros esfuerzos a mirarnos menos. En lugar de mirarnos y complacernos en ello, en lugar de argumentar sobre lo que debe ser un buen espectáculo (y una mirada certera), vamos a intentar cerrar un poco los ojos, girar la cabeza, al menos por momentos, que progresivamente será más largos; vamos a acostumbrarnos a olvidar y a dejar de atender, para convertirnos, no diré que enteramente (está claro que es imposible) pero al menos cada vez un poco más, lo más que podamos, en actores sin público. No se detengan ni un instante en objetar que mi ciudad es una estrella fuera de nuestro alcance; no importa que lo que haya al final de un camino sea absurdo e imposible: al final de todos los caminos, si los suponemos rectilíneos, nos encontramos con lo absurdo y lo imposible. Lo que cuenta es el sentido en que se camino, la tendencia, la postura. No se preocupen de lo que haya al final del camino. Los caminos no tienen final, no hay final que valga.
La cultura no deja de proclamar la fijación.
Lo bello transmite una implicación comunitaria; lo bello es un orden que me es dado, una red en la que se me quiere atrapar para impedir que mi mente vaya a exaltarse donde le plazca. Donde lo bello aparezca, coja sus gemelos y mire detrás. Detrás estará el maestro con su palmeta, y tras él el gendarme. Si tiene intención de producir algo bello, entonces usted es de la misma ralea, abastezca su puesto de género, alimente su prédica.
Ya desde el enunciado de la palabra bello, la cultura nos tiene pillados.
El pensamiento vive de la movilidad, del movimiento incesante, es el supremo mozo de mudanzas, y nada le envenena más que prolongar una estancia.
El orden social es un departamento de la cultura.
La cuestión no es si se tienen más o menos bienes sino si se les tiene más o menos apego, es decir la postura que su dueño toma a su respecto: puede esclavizarse para conservarlos o -lo que es mucho más raro- lanzarlos al viento para permanecer independiente, disponible.
Ya es hora de fundar institutos de deculturación, una especie de escuelas nihilistas donde monitores especialmente lúcidos impartirían una enseñanza de descondicionamiento y de desmitificación durante varios años, de manera que dotase a la nación de un cuerpo de negadores sólidamente formados que mantuviesen viva la protesta, al menos en pequeños círculos aislados y excepcionales, en medio de la marejada general del acuerdo cultural... Se vaciarían las cabezas de todo el fárrago que las colapsa; se desarrollaría metódicamente y mediante ejercicios apropiados la vivificante facultad del olvido.
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