Sea como sea el sentido que cada uno le dé a la poesía (para mí unos días no tiene el más mínimo sentido y otros es el sentido único de mi vida) el caso es que cuando escribo una, como acabo de hacer hace unos minutos, lo primero que hago es leérsela a Isel. Ella me escucha como nadie porque es la única que me escucha. Nada más leérselo se queda pensativa unos minutos y, como si acabara de mecerse en el poema dejándose mecer por él y meciéndolo por otro lado, me da su sentencia breve, sencilla y justa. Luego me besa la frente, siempre, no falla; como si de ahí viniera el poema, como si fuera posible que viniera de alguna parte dentro de mí. Yo le devuelvo a su vez el beso, como si el poema viniera de ella, como si fuera posible que viniera de alguna parte de ella que tiene conexión plena conmigo aunque el poema nada tenga que ver con ella pero parta de la sintonía física y espiritual misma que la que experimento cuando soy plenamente consciente o inconsciente de que Isel está en mi aire y me respira para que yo pueda respirar.
Y así se llega al sentido del poema. La poesía se transmite en todas las direcciones, como un mar repleto de peces. No sólo hay que tener una buena caña. Lo único que hay que hacer es dejar que, al tiempo que buscamos pescar el mejor de los atunes, dejemos que el mar entero nos pesque a nosotros. En el poema ni mar ni pescador ha de quedarse nunca con hambre. Por eso, compartiendo la idea de Graves, el poema es fusión (mar-pescador) e imposición (pesca). Eso sí, no todo el mundo es igual de hábil con el anzuelo y mucha veces es mejor liberar los poemas pequeños para dejarlos crecer.
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