pondrían su foto en las ventanillas,
y los poetas dejarían de escribir
acribillados.
Su ojo vale más que el Machu Picchu,
su estación es un metro sin paradas;
París sin ella es una escoria
y el Prado una colección de sabandijas.
El Tibet existe para escapar de su amenaza,
el Ying y el Yang eran tres pero la retiraron,
la brisa suena como una de sus maldiciones
y ni me hablen de comparar su pelo con el mar.
Y yo no tengo la culpa
de que le hayan puesto
en los labios,
en los radios,
bidones de amonita.
Ni tengo por qué dar las pistas
sobre el paradero del Santo Grial
(que es una, la más triste, de sus bufandas).
Ra era ella una noche de pijama
y La Meca una ceja sin peinar.
Tan guapa que hace que las manzanas
atraviesen las flechas por el corazón
y que sus equivocaciones le pidan perdón
antes incluso de arrollarse.
La bubónica del Decamerón,
la de los grados del cartabón,
la que infringe electrocardiogramas
y los llena de corcheas,
la que cuando toca el piano
es el piano el que la toca;
la clave de sol es su firma
y el eclipse de sol es su enojo
Un ovni es ella y un candil,
al del anís le dijo mono
y lo marcó para siempre,
a mí me dijo hola
y entendí los monumentos.
Tan guapa que mis dos se separaron
y las Kio se doblaron un día que pasaba
ella por su centro,
a los ventrílocuos les duele el ano
desde que los muñecos
probaron sus metralletas.
Y yo no tengo la culpa
de que le hayan puesto
en los cuellos,
en los vuelos,
hexanitrato
de matinol.
Ni tengo por qué saber la forma
de
excomulgarme.
Me basta con saber que el corazón
es el mar rojo que se me abre
con sus dinamitas.
Ella es trilita.
Soy
explosión.
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