martes, 10 de noviembre de 2009

Bigfoot

Yo lo miro y sé
que se da un aire
como de gorila
ninguneando las huestes.

Se conforma con poco
y plantaría patatas
en los pasillos.

Piensa que la tele
es una caja tonta,
que el cine
es una caja grande
por estúpida,
que las cañas
del bar
jamás podrían
corromperlo.
Lo admite con fuerza:
la tele es tan tonta
que ahora ya es sólo
planicie.

Lo miro y sé
que en el zoo
hay animales
más felices,
que las dehesas
y las sabanas
les fueron usurpadas
con menos rencor.

Se conforma con poco,
con tan poco,
que acepta con cortesía
los venenos
y confunde los peluches
con petardas.

El bigfoot era él
una tarde de soslayo.
Sólo en el campo
abre a veces su cola
para mostrarnos
las estrellas.

Tiene el cerebro de Maxwell
y el síndrome de Estocolmo;
su corazón es tan grande
que sólo admite para él
los infartos.

Es tan enorme
que un día un piojo
le dijo que era de su especie
y se lo creyó.

Yo lo miro y sé
que el vino peleón
le sabe a Rioja
y que haría gradas
para animar a los cerdos.

Tal es su longitud
que el mismo piojo le dijo
que las mujeres hermosas
son feas
y dejó de masturbarse.

A veces me mira
y lo llevo al zoo
para que se reconozca
y se pierde en el gris
de los elefantes.

Es tan bueno
que hace de chófer
de los chupópteros
y siempre les deja
propina.

Por mucho que digan
Induráin no tiene tan
grande el corazón,
su latido es un torso
que eyacula.

Juré haberlo visto
atravesar La Castellana
y me llamaron loco
y, por borracho,
anunciaron en las revistas
mis avistamientos.

Ha huido, les dije,
corrompido por su piojo,
tiene rentas en los toldos
pero se afeitará,
creedme, se afeitará.

Y así es como el Bigfoot
se hizo leyenda.

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