sábado, 5 de septiembre de 2009

Un relato: Reencuentro

Las máquinas del tiempo existen y no están hechas de metal sino de carne. Bastan los encuentros para devolvernos a las dunas distintas de la misma playa que tiempo atrás pisamos, basta una canción hervida, aquel ritmo que llegaste a detestar, de pronto, te empieza a sonar como lo hiciera algunos años antes, se destensa al fin el pentagrama y todo procede, como digo, de la carne, una célula es suficiente para que comience el viaje.


La cosa fue bien sencilla, sin quitarle la azarosa casualidad. Su hermano me saludó mientras leía un libro en la hamaca. El parecido de los ojos ya me hizo fotografiar mentalmente algunos tiznes del pasado. Mientras charlábamos de cosas sin relativa importancia (la típica conversación que puede mantenerse con un adolescente) ya iba yo pensando en la posibilidad de darle al muchacho uno de mis poemarios firmado para que se lo diera a la hermana, de la cual hacía años que no sabía nada, salvo un minúsculo encuentro el año anterior, en torno a la misma fecha, un acercamiento sin importancia y casi indeseado. Como últimamente, y siguiendo el consejo de mi abuela, suelo hacer lo primero que se me pasa por la cabeza sin darle más vueltas, minutos más tarde la cosa estaba cumplida: Para Sandra, que inspiró algunos de mis primeros poemas, que fueron los cimientos de estos que ahora suenan, un dibujo de mis personajes heridos en mitad del mar que nos envuelve y mi firma cochambrosa con casi todas las letras tapadas para que conste en el sinuoso trazo la timidez, lo excéntrico y concéntrico de mi yo tapado.


Una vez asegurado el combustible en mi máquina del tiempo, la cuenta atrás no se hizo esperar; al día siguiente la muchacha, de la que aún recordaba de forma cúbica su rostro que se orientalizaba al sonreír, se acercó a la playa para agradecerme aquel inesperado regalo. Muchas gracias, me ha gustado mucho, sobretodo Resquicios... me decía mientras yo, que soy tan dado a examinar las pinceladas de la tercera dimensión, por si hay que echar corriendo en busca del caballete y enmarcarlas, antes que el movimiento perpetuo de nuestra odisea nos obligue a desechar la idea, como así fue, y no siempre hemos de hacer caso a nuestras abuelas, empezaba a vibrar por las convulsiones que me provocaba mi genial invento y me colocaba, tal y como estaba escrita la fecha en mi frente, en mis dieciséis años diecisiete. Tras el intercambio de palabras que abarcaron una hora y que consistió en el resumen resumido de lo que más o menos había consistido nuestra existencia hasta el presente, marchó, habiéndonos dado nuestros números de teléfono, cuyos dígitos, como el espacio temporal en que empezábamos a encontrarnos, también habían cambiado y marchó de nuevo a su casa: el pelo rizado al viento, las piernas blancas caminando sobre la arena gris de la playa, los ojos de ese verde antiguo de que se pintan las miradas cuando el tiempo los mancha con su betún. Escuché un estallido, y la máquina, que aún estaba en período de pruebas, vomitó algunos de sus tornillos blandos. La fecha del periódico me volvía a situar en el asfixiante agosto de dos mil nueve.


Pasaron varios días hasta que conseguí arreglar el maldito artefacto. Jugar a ser dios es peligroso, pero fácil si se dispone de la debida imaginación y, del mismo modo en que las poleas permiten el movimiento acompasado mediante sus correas, también los órganos empiezan a latir cuando se les hace recorrer la debida sangre. Nueve números bastaron para que el cacharro estuviera listo de nuevo para partir. El sms invitaba a la muchacha y a su hermana mayor a madrugar para enseñarle nuestro terreno y mis cuadros. Y como el mensaje fue bien acogido al día siguiente a las ocho y media de la mañana en punto de mis dieciséis años diecisite las estaba esperando sentado en el poyete de enfrente del apartamento de sus abuelos. Con el acentuado parpadeo ante la sorpresa, mis ojos veían en un primer vistazo sus cuerpos granadinos acercárseme como lo fueran casi una década atrás, pero una vez me despejaba la mirada y parpadeaba seguidamente, regresábamos al minuto que marcaba el reloj. El trayecto, que no era especialmente largo, se hizo más ameno mientras repasábamos nuestras cosas del ayer: aquellos madrugones del verano que nos hizo adelgazar, la fuerza con que nos desperazábamos para ir al paseo marítimo a dejarnos los kilos; yo, con la firme intención de adelgazar; Davinia, la hermana de Sandra, con la motivación que le permitiera, tras el ejercicio físico, engullir un rosca de churros mojados en leche condensada, sirviendo así, la carrera de media hora que sudábamos sobre nuestras zapatillas, para que los remordimientos, en sí placenteros, de tomar un desayuno altísimo en calorías, no se acentuaran de forma exacerbada. También emergieron los recuerdos en torno a las tardes de roll, las barbacoas en la playa, las noches de San Lorenzo en que nos quedábamos despiertos toda la noche hasta que los ojos se nos ponían rojos de estrellas fugaces y sueño; los primeros amores, de los cuales no pervive hoy día ninguno, aunque sea posible regresarlos gracias a mi invento que yo escondía celosamente en un cajón. Agradecí al cielo lo bonito que estaba nuestro terreno aquella mañana. Nada más entrar nuestros cuatro perros nos saludaron a la manera a la que están acostumbrados, saltando ciegos de alegría hacia nosotros, poniendo sus patas y sus marcas de kelme en nuestros bañadores, provocando esos graciosos arañazos como marcas de tiza en las piernas al escurrirse para volver a coger impulso y seguir agradeciéndonos nuestra llegada, hasta que pasado un minuto y, comprobando que no traíamos comida, se dispersaban de nuevo por entre las flores y los árboles para seguir con sus vidas de perros. Tras mostrarles el membrillo, las parras, los hermosos olivos, las enormes higueras, la gratitud de los berenjenales, el crecimiento rápido e inesperado de los calabacines, las tomateras atadas en los palustres a modo de tiendas, el multicolor espacio que cubren los rosales, la forma de llorar pausadamente de los sauces, las matas diminutas de perejil en las pozas de los olivos, la casa que hemos construido entre mi hermano, mi padre y yo y la forma en que el abuelo conversa con las plantas, nos trasladamos hasta la otra punta del pueblo donde guardaba yo mis cuadros hasta la fecha en que iba a exponerlos en el centro juvenil. Ellas que, de mí sólo conocían algunos dibujillos que me entretenía en hacer, se sorprendieron en lo que desembocaron aquellos tranquilos trazos de antaño. Acompañándolas de nuevo a casa, fui tomando apuntes sobre ciertos desperfectos que se iban sucediendo en mi máquina secreta y esa misma tarde me comprometí a trabajar seriamente en dejarla terminada de una vez por todas.


Pasó una semana y, como la cosa aún seguía sin funcionar, decidí darme un respiro y marché a Alfacar, un pueblo precioso situado muy cerca de Granada y que huele a pan recién hecho y donde, por una extraña razón, los tomates crecen de forma exagerada. Uno de los pueblerinos me mostró orgulloso uno que pesaba un kilo cincuenta gramos. Visité el parque Federico García Lorca y me atreví a deambular por entre los montes cercanos a Víznar donde supuestamente está enterrado el poeta. Me tomé el tiempo que necesitaba para respirar aquel aire donde aún quedaría el cierto aliento último de mi admirado Federico. Fotografié con nostalgia la multitud de azulejos que en el lugar inmortalizaban sus versos más conocidos y quise el verde de aquellos árboles, y adoré el verde de las hierbas que pisaban los caballos en la montaña. Me di cuenta de que sus estrofas no estaban sólo escritas en palabras, todo lo que me rodeaba constituía fílmicamente cada estrofa y, anatómicamente cerraba a la perfección su poesía. Sentí la carne putrefacta que se disecaba bajo mis pies y me adjudiqué algunos de aquellos elementos que parecían constituir las piezas que faltaban a mi chapuza. En tales condiciones me atreví a decirle a Sandra la cercanía a la que me encontraba de su pueblo y quedamos para tomar un café antes de que se nos pasara otro verano.


De vuelta en la playa coloqué los mecanismos que había encontrado en Alfacar y conseguí que la máquina, tras muchos temblores infructuosos, se encendiera. No me gustaba el ruido que emitía, pero era mejor que tenerla apagada, sonaba como la Sangla vieja de mi padre. El café llegó tan pronto como el dispositivo consiguió encajar los datos que le introducía. La realidad quedaba distorsionada a intervalos al azar pero era suficiente, me bastaba con asentir en las conversaciones, aunque mis sentidos estuvieran centrados en la observación. Resulta que Sandra guarda en los ojos los mapas que me permitirían, más adelante, viajar a Egipto y, la forma arqueada que forma el conjunto de sus párpados junto con las cejas es suficiente para cualquier terrorista entrenado, para construir paso por paso un arma de destrucción muy potente. Bajo la mesa iba apuntando, punto por punto, cada uno de estos misterios, procurando que una frase en forma de idea me fuera suficiente para más tarde transcribir aquel mensaje pues, tan pronto como la joven sonreía descubría, bajo los labios, la verdadera naturaleza del fotón y en las arrugas que se le formaban a cada lado de las comisuras estaba escrito el secreto de la gravedad. Pasó el café y alguna barbacoa, vinieron más cafés, algún baño que otro, el volley y nuestra primera borrachera juntos. Aunque todas estas actividades son dignas de mención y durante el tránsito de las mismas anoté los datos que me eran suficientes para unificar las cuatro fuerzas fundamentales de la física, la más importante, por reveladora, fue la última. Aquella noche decidimos salir juntos con un amigo común. Jose y ella vinieron a recogerme a la salida de mi exposición y tomamos unas cervezas con su pescado frito en la terraza de un bar. Después nos metimos en el peor antro de la historia donde se nos fue la mano con el whisky y el vodka. Fue cuando la máquina del tiempo obtuvo su mayor rendimiento y las imágenes aparecían nítidas en aquel pasado que nos reunió. Sandra no soportó la fuente de alimentación del artefacto y tuvimos que salir afuera donde la brisa del mar calmara los primeros tropiezos. En aquella arena donde por primera vez se entralazaran nuestras manos soplamos al fin la vela de mis dieciséis años diecisiete. Nos perdonamos el pasado, nos contamos nuestras caídas, confesamos nuestros echarnos de menos y miramos al fin a las estrellas del cielo especialmente claro de aquella noche; las mismas que nos vieran tiempo atrás pasear bajo su luz distante cogidos de la mano en aquel tiempo en que nos bastaba con eso, cuando las células de las palmas asentían ante el temblor de múltiples grados en todas las escalas y el juego en las miradas era mucho más potente que la rabia judeo-israelí en su bombardeo fraterno a Palestina. La máquina jadeó un instante y estornudó repetidas veces sus engranajes cárnicos que se desperdigaron por todas partes mientras repetidos flashes nos mostraban las imágenes de lo que en un tiempo atrás fuimos. A duras penas regresamos a la almohada y respiramos el aire de hace diez años. Sandra tenía en los ojos luciérnagas y yo me atormenté en la cama a base de grillos.


No pude dormir mucho, así que me levanté temprano y fui en busca de mis perros que me ayudaron a olisquear la playa y recoger los elementos más importantes de mi máquina. Tardé ocho años en montarla pero, como con ella, el tiempo es desigual, los obvié regresando al punto en que me encontraba. Fue agotador. Siguieron más noches y, a pesar del estado delicado del aparato, decidí usarlo una última vez. Ello me permitió usar la estrategia de leer las manos para percatarme del último perfecto funcionamiento del artefacto. Usando como excusa tan inocente artimaña, hablé a Sandra sobre mis conocimientos en leer el futuro siguiendo las líneas de las manos. Tuve que hacer un esfuerzo de dioses para no colocar mi dedo corazón enlazado al suyo, mi meñique tocando el más pequeño de sus falanges diminutas, el índice señalando al suyo, el pulgar lamiendo el obeso que le sale o el anular anulando la nulidad del otro. Y allí estábamos por última vez caminando durante siglos besándonos los labios a través de las manos, atravesando las lenguas nunca probadas a través de los paseos infinitos, alejándonos del grupo la noche de las estrellas que lloran, a salvo de todo peligro. El día más importante de mis dieciséis años diecisiete, la nocturnidad vacía de agallas que me impidieron escribirle en la arena las palabras, las primeras palabras de todas las que vendrían después y que conformarían Resquicios y dentro de los resquicios los átomos y dentro de los átomos, las cuerdas. Un estruendoso chasquido separó la falsa lectura del futuro que nos mantenía tibiamente enlazados y la máquina que tanto tiempo me había costado construir estalló en un trillón de pedazos materializados en el cielo a fuerza de estrellas.


Al regresar a Madrid con sólo un cuaderno hasta arriba de poemas y las claves que permitirían a cualquier científico explicar hasta los más inusuales destellos detuve el coche en el pueblo granadino que la vio nacer. Sabía que no había nadie en casa y le dejé al vecino de enfrente uno de mis mejores cuadros: El beso de Rodin subiendo a toda velocidad por una escalera mecánica cuyo mecanismo ha sido diseñado nada menos que por la poesía, para que se lo diera tan pronto como ella regresara un día después. Al fin y al cabo tan sólo el tiempo y la carne cruda del poema han sabido mantenernos en nuestros dieciséis años diecisiete.

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