El
crítico encendió un cigarrillo. Golïy, sin alzar la vista, guardó
el manuscrito en su cartera. Pero su anfitrión se mantenía en
silencio, no porque no supiera cómo enjuiciar el relato, sino porque
esperaba, dócil y también aburrido, que el crítico finalmente se
decidiera a pronunciar las frases que él, Novodvortsev, no se
atrevía ni siquiera a insinuar: que el argumento era un tema de
Novodvortsev, que también procedía de Novodvortsev la imagen
aquella del personaje principal, un tipo taciturno, dedicado en
cuerpo y alma a su padre, un hombre trabajador, que logra una
victoria psicológica sobre su adversario, el despreciable
intelectual, no tanto en razón de su educación, sino gracias a una
especie de serena fuerza interior. Pero el crítico encorvado en el
sillón de cuero como un gran pájaro melancólico se empecinaba
desesperadamente en su silencio.
Cuando
Novodvortsev se dio cuenta de que una vez más no iba a oír las
palabras esperadas, mientras trataba de concentrar su pensamiento en
el hecho de que, después de todo, el aspirante a escritor había ido
hasta él, y no hasta Neverov, para solicitar su opinión, cambió de
postura, volvió a cruzar las piernas metiendo la mano entre las
mismas, y dijo con toda seriedad: "Veamos", pero al
observar la vena que se hinchaba en la frente de Golïy, cambió de
tono y siguió hablando con voz tranquila y controlada. Dijo que la
historia estaba sólidamente construida, que el poder de lo colectivo
se advertía en el episodio en el que los campesinos empiezan a
construir una escuela con sus propios medios; que, en la descripción
del amor que Pyotr siente por Anyuta, había ciertas imperfecciones
de estilo que no lograban acallar sin embargo el reclamo poderoso de
la primavera y la urgencia del deseo y, mientras hablaba, no dejaba
de recordar por alguna razón que había escrito a aquel crítico
recientemente, para recordarle que su vigésimo quinto aniversario
como escritor era en enero, pero que le rogaba categóricamente que
no se organizara ninguna conmemoración, teniendo en cuenta que sus
años de dedicación al sindicato todavía no habían acabado...
-En
cuanto al tipo de intelectual que has creado, no acaba de ser
convincente -decía-. No logras transmitir la sensación de que está
condenado...
El
crítico seguía sin decir nada. Era un hombre pelirrojo, enjuto y
decrépito, del que se decía que estaba tuberculoso, pero que
probablemente era más fuerte que un toro. Le había contestado,
también por carta, que aprobaba la decisión de Novodvortsev, y allí
se había acabado el asunto. Debía de haber traído a Golïy como
compensación secreta... Novodvortsev se sintió de improviso tan
triste -no herido, sólo triste- que dejó de hablar de pronto y
empezó a limpiar las gafas con el pañuelo, dejando al descubierto
unos ojos muy bondadosos.
El
crítico se puso en pie.
-¿Adónde
vas? Todavía es temprano -dijo Novodvorstsev, levantándose a su
vez. Anton Goïly se aclaró la garganta y apretó su cartera contra
el costado.
-Será
un escritor, no hay duda alguna -dijo el crítico con indiferencia,
vagando por el cuarto y apuñalando el aire con su cigarrillo ya
acabado. Canturreaba entre dientes, con cierto tono de asperidad, se
inclinó sobre la mesa de trabajo y luego se quedó un rato mirando
una estantería donde una edición respetable de Das Kapital
ocupaba su lugar entre un volumen gastado de Leonid Andreyev y un
tomo anónimo sin encuadernar; finalmente, con el mismo paso cansino,
se acercó a la ventana y abrió la cortina azul.
-Venga
a verme alguna vez -decía mientras tanto Novodvortsev a Anton Golïy,
que primero se inclinó a saludarle con torpeza para después
erguirse como con altanería-. Cuando escriba algo nuevo, tráigamelo.
-Una
buena nevada -dijo el crítico, dejando caer la cortina-. Por cierto,
hoy es Nochebuena.
Y
se puso a buscar distraído su sombrero y su abrigo.
-En
los viejos tiempos, al llegar estas fechas tú y tus colegas hubieran
estado produciendo a marchas forzadas manuscritos navideños...
-Yo
no -dijo Novodvortsev.
El
crítico se rió entre dientes.
-Es
una lástima. Deberías escribir un cuento de Navidad. En el nuevo
estilo.
Anton
Golïy tosió en su pañuelo.
-En
otro tiempo lo hicimos... -empezó con voz ronca, gutural, pero luego
carraspeó.
-Lo
digo en serio -siguió el crítico, embutiéndose en el abrigo-. Se
puede inventar algo inteligente... Gracias, pero ya son...
-En
otro tiempo -dijo Anton Golïy-. Lo hicimos. Un maestro. Un maestro
que... Se le metió en la cabeza hacer un árbol de Navidad para los
niños. En la cima. Colocó una estrella roja.
-No,
eso no sirve -dijo el crítico-. Es más bien severo para un cuento.
Tienes que darle un perfil más sutil. La lucha entre dos mundos
diferentes. Todo ello contra un fondo nevado.
-Hay
que tener cuidado con los símbolos, en términos generales -dijo
sombrío Novodvortsev-. Tengo un vecino, un hombre muy recto, miembro
del partido, militante activo, y sin embargo utiliza expresiones como
"el Gólgota del Proletariado"...
Cuando
sus huéspedes se hubieron ido se sentó en su mesa y apoyó la
cabeza en su gran mano blanca. Junto al tintero había algo que
parecía un vaso sencillo y cuadrado con tres plumas hincadas en una
especie de caviar de bolas azules. El objeto tenía unos diez o
quince años: había sobrevivido todos los tumultos, mundos enteros
habían caído despedazados en torno de él, pero ni una de aquellas
bolas de cristal se había roto. Eligió una pluma, dispuso una hoja
de papel convenientemente, metió unas cuantas hojas más debajo de
la primera para escribir sobre una superficie más blanda...
-¿Pero
sobre qué? -dijo Novodvortsev en voz alta, y a continuación con el
muslo hizo a un lado la silla y se puso a caminar por la habitación.
En su oído izquierdo sentía un zumbido insoportable.
El
canalla aquel lo dijo con toda la intención, pensó, y como si
quisiera seguir los pasos del crítico fue hasta la ventana.
Tiene
la pretensión de aconsejarme y de avisarme... Y ese tono de mofa...
Probablemente piensa que ya he perdido toda originalidad... Pues haré
un cuento de Navidad... Y entonces, él escribirá: "Estaba yo
en su casa una noche y, entre una cosa y otra, se me ocurrió
sugerirle: Dmitri Dmitrievich, deberías describir la lucha entre el
viejo y el nuevo orden en el entorno de un nevado cuento de Navidad.
Podrías llevar hasta sus últimas consecuencias el tema que
apuntabas de forma tan extraordinaria en El filo,
¿recuerdas el sueño de Tumanov? Ese es el tema al que me refiero
... Y precisamente aquella noche nació la obra que ..."
La
ventana daba a un patio. No se veía la luna... No, pensándolo bien,
sí que hay una especie de brillo que sale de detrás de aquella
chimenea. La leña estaba apilada en el patio, cubierta con una
alfombra reluciente de nieve. En una ventana resplandecía la cúpula
verde de una lámpara, alguien trabajaba en su mesa, y el ábaco
relucía como si sus cuentas estuvieran hechas de cristal de colores.
De repente, en el más absoluto silencio, unos copos de nieve cayeron
del alero del tejado. Luego, de nuevo, un torpor absoluto.
Sintió
el cosquilleo de vacío que siempre presagiaba el deseo y la urgencia
de escribir. En este vacío algo estaba adquiriendo forma, algo
crecía. Una especie de nuevo cuento de Navidad... La misma nieve de
siempre, un conflicto totalmente nuevo...
Oyó
unos pasos cautelosos al otro lado de la pared. Era su vecino que
volvía a casa, un tipo discreto y educado, comunista hasta la
médula. En una suerte de arrebato más o menos abstracto, con una
deliciosa sensación de confianza, Novodvortsev se volvió a sentar a
la mesa. El tono, la coloratura de la obra ya empezaban a tomar
cuerpo. Sólo tenía que crear el esqueleto, el tema. Un árbol de
Navidad: ése era el comienzo. Se imaginó ciertas familias, gente
que en los viejos tiempos había sido importante, gente que estaba
aterrorizada, de mal humor, condenada (se los imaginaba con tanta
nitidez ...), gente que con toda seguridad estaba ahora mismo
colocando adornos de papel en un abeto que habían cortado a
hurtadillas en el bosque. En estos tiempos ya no había dónde
comprar aquellos adornos y oropeles, ya no se apilaban los abetos a
la sombra de San Isaac...
Alguien
llamó a la puerta, un golpe amortiguado, como si se hubiera cubierto
los nudillos con un trozo de tela. La puerta se abrió unos
centímetros. Delicadamente, sin apenas meter la cabeza, el vecino le
dijo: "¿Le importaría prestarme una pluma? Si tiene alguna con
la punta un poco roma, se lo agradeceré".
Novodvortsev
se la dio.
-Muchísimas
gracias -dijo el vecino, cerrando la puerta silenciosamente.
Aquella
interrupción insignificante rompió en cierta manera la imagen que
estaba madurando en su mente. Se acordó de que
en El filo Tumanov
sentía cierta nostalgia por la pompa de las antiguas fiestas. Pero
no buscaba ni quería una mera repetición. Y en aquel momento pasó
por su mente otro recuerdo inoportuno. Recientemente, en una fiesta,
había oído cómo una joven le decía a su marido: "Te pareces
mucho a Tumanov en varios aspectos". Durante unos días se
sintió feliz. Pero luego conoció personalmente a la citada señora
y el tal Tumanov resultó ser el novio de su hermana. Y tampoco ésa
había sido su primera desilusión. Un crítico le había dicho que
iba a escribir un artículo sobre tumanovismo. Había algo que le
adulaba infinitamente en ese ismo y también en la t con la que la
palabra comenzaba en ruso. El crítico, sin embargo, se había ido al
Cáucaso a estudiar a los poetas georgianos. Y, a pesar de todo, no
podía negar que Tumanov le había proporcionado ciertos momentos
agradables. Por ejemplo, una lista como la siguiente: "Gorky,
Novodvortsev, Chirikov..."
En
una autobiografía que acompañaba sus obras completas (seis
volúmenes con retrato del autor incluido) había contado cómo él,
hijo de padres humildes, se había abierto camino en el mundo. Su
juventud, en realidad, había sido feliz. Un vigor saludable, fe,
éxito. Habían transcurrido veinticinco años desde que una aburrida
revista literaria publicara su primer relato.
A
Korolenko le había gustado su obra. Había sido arrestado un par de
veces. Habían cerrado un periódico por su culpa. Ahora sus
aspiraciones cívicas se habían visto cumplidas. Se sentía libre y
cómodo entre los escritores jóvenes que empezaban. Su nueva vida le
satisfacía al máximo. Seis volúmenes. Su nombre era conocido. Y
sin embargo su fama era pálida, pálida...
Saltó
de nuevo mentalmente hasta la imagen del árbol de Navidad y,
bruscamente y sin aparente razón, se acordó del cuarto de estar de
la casa de unos comerciantes, de un gran volumen de artículos y
poemas con páginas de cantos dorados (una edición benéfica para
los pobres) que de alguna forma estaba relacionado con aquella casa,
recordó también el árbol de Navidad del cuarto de estar, la mujer
que él amaba en aquel tiempo, y las luces del árbol reflejándose
como un temblor de cristal en sus ojos abiertos al coger una
mandarina de una de las ramas más altas. Habían transcurrido veinte
años o quizá más, cómo se fijaban en la memoria algunos
detalles...
Disgustado,
abandonó este recuerdo y se imaginó una vez más esos viejos abetos
más bien ralos que, en ese mismo momento, con toda seguridad, se
veían engalanados y decorados con adornos... Pero ahí no había
ningún relato, aunque siempre se le podía dar un ángulo sutil...
Exiliados que lloran en torno de un árbol de Navidad, engalanados
con sus uniformes impregnados de polilla, mirando al árbol sin dejar
de llorar. En algún lugar de París. Un viejo general rememora al
recortar un ángel de cartón dorado cómo solía abofetear a sus
soldados... Pensó entonces en un general que había conocido
personalmente y que ahora estaba en el extranjero, y no había forma
de imaginárselo llorando arrodillado ante un árbol de Navidad...
"Pero,
con todo, ahora voy por buen camino." Dijo Novodvortsev en voz
alta, persiguiendo impaciente un pensamiento que se le había
escapado. Y entonces algo nuevo e inesperado empezó a tomar forma en
su imaginación: una ciudad europea, un
pueblo bien alimentado, cubierto de pieles. Un escaparate
completamente iluminado. Tras él, un enorme árbol de Navidad de
cuyas ramas cuelgan frutas carísimas y en cuya base se amontonan
muchos jamones. Símbolo de bienestar. Y delante del escaparate, en
la acera helada...
Todo
nervioso, pero nervioso con la excitación del triunfo, sintiendo que
había encontrado la clave única y necesaria, que iba a componer
algo exquisito, que iba a describir como nadie lo había hecho antes
la colisión de dos clases, de dos mundos, empezó a escribir.
Escribió acerca del árbol opulento en el escaparate descaradamente
iluminado y del trabajador hambriento, víctima del paro, mirando
aquel árbol con mirada severa y sombría.
"El
insolente árbol de Navidad -escribió Novodyortsev- ardía con todos
y cada uno de los colores del arco iris."
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