Al poco de llegar a Madrid, con el
ardor de los 18 años, empecé a leer por consejo de algunos
compañeros a Nabokov. Así, Ada o el ardor se convirtió muy
pronto en mi novela favorita por aquel entonces. No era sólo por la
potente historia de amor sino por su complejidad y por su canto al
placer, un placer casi metafísico con raíces en la tierra. Cuál
fue mi sorpresa terminando el libro (sorpresa mayúscula para un
estudiante de ingeniería que empezaba a descubrir lo poquísimo que
le interesaba la materia) cuando leí parte de un supuesto libro que
el protagonista llama La textura del tiempo y en el que trata
los conceptos que tanto me fascinaban de espacio-tiempo desde un
punto de vista poético a modo de ensayo. Comparto algunos
fragmentos:
Mi finalidad al escribir La
textura del tiempo, obra
difícil y deleitable que me dispongo a poner sobre la mesa ya
iluminada del lector aún ausente, consiste en purificar mi propia
noción de “tiempo”. Voy a examinar la esencia del Tiempo, no su
transcurrir, porque no creo que su esencia pueda reducirse a su
transcurrir. Deseo acariciar al Tiempo.
Uno
puede estar enamorado del Espacio y de sus posibilidades: la
velocidad, por ejemplo, la velocidad lisa, el silbido de su sable, la
gloria aquilina de la velocidad domada, el grito de alegría de la
curva. Y uno puede estar enamorado del Tiempo, su tejido y su
extensión, la caída de sus pliegues, el mismo carácter impalpable
de su cendal grisáceo, el frescor de su continuum.
Querría hacer algo con él, abandonarme a un simulacro de posesión.
Sé que todos cuantos han tratado de llegar al Castillo Encantado se
han perdido en la noche o han quedado atascados en el Espacio. Sé
también que el Tiempo es un perfecto caldo de cultivo para las
metáforas.
Tal
vez la única cosa que permite entrever el sentido del Tiempo es el
ritmo. No los latidos recurrentes del ritmo, sino el vacío que
separa dos de esos latidos, el hueco gris entre las notas negras: el
Tierno Intervalo. La pulsación misma no hace sino recordar la triste
idea de la medida, pero entro dos pulsaciones hay algo que se parece
al verdadero Tiempo.
El
ritmo lento disuelve el Tiempo, el ritmo rápido no le deja lugar.
El
corazón, asiento de males particulares que nada tienen que ver con
el Tiempo.
Y,
ya que hablamos de evolución, ¿podemos imaginar el origen del
Tiempo, y los escalones o vados por los que transitó, y las
mutaciones que desechó? ¿Ha habido alguna vez una forma de Tiempo
“primitiva”, durante la cual, por ejemplo, el Pasado, aún no
claramente diferenciado del Presente, dejase aparecer sus formas y
fantasmas a través de un “ahora” todavía blando, largo y
larval? ¿O es que la evolución no ha afectado más que a la medida
del tiempo, del reloj de arena al reloj atómico, y de éste al
pulsar portátil? ¿Y cuánto tiempo necesitó el Tiempo Antiguo para
convertirse en el Tiempo de Newton? “Pondera el Huevo”, como
decía el gallo francés a sus gallinas.
Antes
de continuar, debemos precavernos contra dos errores. El primero es
la confusión entre los elementos temporales y los espaciales. Ya
hemos denunciado en estas notas a ese impostor llamado Espacio; más
tarde le citaremos a juicio, en el curso de nuestra investigación.
El segundo error que hemos de rechazar es un hábito de lenguaje que
conservamos desde tiempo inmemorial. Consideramos al Tiempo como una
especie de arroyo, sin gran relación con un verdadero torrente
alpino cuya blancura destaca sobre un fondo de roca negra, o un gran
río de color sucio en un valle ventoso, pero en permanente fluir a
través de nuestros paisajes cronográficos. Estamos tan habituados a
ese espectáculo mítico, tenemos tal necesidad de licuar hasta el
menor coágulo de vida, que acabamos por no poder hablar de Tiempo
sin hablar de movimiento. Es verdad que ese sentido del movimiento
procede de fuentes muy naturales, o, al menos, familiares: el
conocimiento innato que tiene el cuerpo de su circulación sanguínea,
el vértigo ancestral provocado por la salida y la puesta de los
astros, y, por supuesto, nuestro métodos de medida, como la sombra
móvil del reloj de sol, la caída de la arena en el de arena, los
saltitos de la segundera... con lo que hemos vuelto otra vez al
Espacio. Consideremos los marcos, los receptáculos. La idea de que
el Tiempo “corre” en un sentido tan natural como el de la caída
de una manzana en un jardín, implica que “corre” por y a través
de algo, y si pensamos que ese “algo” es el Espacio, no nos queda
sino una metáfora que “corre” a lo largo de una cinta métrica.
“El
Espacio es un hormigueo en nuestro ojo, y el Tiempo un canto en
nuestro oído”, dice un poeta moderno, John Shade.
¿Existe
algún uranio mental cuya descomposición pudiera utilizarse para
medir la edad de un recuerdo?
La
vida de cada individuo supone, desde la cuna a la tumba, la
elaboración y consolidación progresivas de esa espina
dorsal de la consciencia que es
el Tiempo de los fuertes. “Ser”, quiere decir saber que se “ha
sido”. “No ser” implica la única “nueva” especie de
(falso) tiempo: el futuro. Lo descarto. La vida, el amor, las
bibliotecas, no tienen futuro.
El
Tiempo es cualquier cosa menos este tríptico popular: un pasado que
ya no existe, el punto sin duración del “presente”, y un
“todavía” que no puede llegar jamás. No. No hay más que dos
paneles. El Pasado (existente para siempre en mi espíritu) y el
Presente (al que mi espíritu confiere duración, y, en consecuencia,
realidad). Si consideramos un tercer panel de la esperanza
satisfecha: lo previsto, lo predestinado, la capacidad de previsión,
de pronóstico perfecto, seguimos aplicando el espíritu al Presente.
Más
adelante, cuando el protagonista cuenta a su amante su intención de
la obra, su propósito de hacer una novela dando nueva vida al Tiempo
amputándole de su
hermano siamés el Espacio y del falso futuro,
Ada, la magnífica Ada, le responde:
Me pregunto si
esa tentativa de descubrimiento se merece la policromía de una
vidriera. Podemos saber el tiempo que hemos tomado. Podemos saber el
tiempo que hemos dado. Pero no podemos saber lo que es el Tiempo.
Sencillamente, nuestros sentidos no han sido hechos para percibirlo.
Es como...
Ha pasado más de una década desde que leí la obra por primera vez
y no sé si, desde entonces, lo que ha pasado ha sido el tiempo o el
espacio.
El espacio que no tiene tiempo es la nada.
1 comentario:
Navokov ha sido tan desconcertante para mi que gustoso aceptaría que alguien me ayudara a "digerirlo".
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