sábado, 2 de mayo de 2009

Multitud

Era una más entre la multitud a pesar de que sus ojos parecieran violetas. Caminaba noctámbula entre la ola de carne sin saberse hallada en la cresta, con su lengua roja de soledad y los ojos en la época irresistible de la polinización. Se chocaba a posta con un muchacho ensimismado en una conversación de teléfono, con un transeúnte malvestido, con el bolso malgastado de una muchacha pelirroja. Había en ese contacto una cascada de agua, un abrazo diminuto, un nanosegundo de paz. Arrastraba cierto cansancio en el zigzag que no la llevara a ninguna parte, consciente de que tal movimiento aumentaba su posibilidad para el roce planeado y así, azarosamente, sus movimientos eran transcritos por una línea imposible de pronosticar. Alguien, quizá yo, consciente y apuntador de tan gloriosa manifestación de sensibilidad, la seguí un largo trecho durante kilómetros y kilómetros de choques y soledades emitidas a lo largo de la misma calle que me parecía ahora sinuosa, a pesar de tratarse de la calle preciados y encontrarse atestada de personas que la transitaban como ola de carne, como cresta de vello, como fumigación imberbe de sangre que camina. Los encuentros siempre simulaban ser casuales de no ser porque en el trayecto crecían en el suelo campos inmensos de amapolas como regueros de heridas de un precioso bermellón. Al fin me atreví a cogerla de los hombros, como se consuela a un amigo borracho en su plan importantísimo de arrancar una señal de tráfico, vaciar un contenedor de basura, llamar repetidas veces al telefonillo de una familia durmiente en Guzmán El Bueno o abrazar primorosamente la espalda de una señora mayor que pasea al perro muy tarde en la noche. Se dio la vuelta y nos reconocimos al instante:

- Esto... ¿cómo te llamabas?

- Poesía

- Ah, cierto. Yo te escribo.

- Ya, te andaba buscando.

- Pues vente conmigo.

- ¿A dónde...?

- Pues a mi casa.

- Eso está muy lejos.

- No, aquí tengo mi cuaderno. Métete pronto adentro.

- ¿Por qué...?

- Porque seguro que viene alguien y te lleva y le da por escribir un poema.

- Pero si eso ya lo has hecho tú.

- Para nada, eres tú la que te escribes.

- No, yo sólo te escribí a ti.

- Y entonces... ¿dónde estamos?

- Pues en medio de una multitud de gente de donde surge a veces el cadáver de un verso.

- Pero... ¿estamos muertos...?

- No, ¿no ves que escribimos?

- Ahhhh... cierto

- Sólo quiéreme y respira.

- Ya te escribí.

- Pues adiós entonces.

Y fui yo el que estaba en medio de una multitud como ola de carne y de mis manos goteaba precioso el cadáver de un verso. Di vueltas y más vueltas en torno a mí zigzagueando y en el charco del poema resbalé.

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