Dos muchachas pasean, quizá por soledad, madre de todos los vicios, por la calle. Las frecuencias de sus voces, robadas a instantes por el viento, se escuchan en algunos rincones como palabras sueltas de algún escritor poco inspirado esta noche o como las blasfemias, susurradas de un marido reprochado, proferidas antes de la calma de su sueño. No filtra el viento los susurros de su timbre ni los hace trémulos o escalofriantes, sino que los enternece y los dispersa, devolviendo la frase con sus ecos de palabras sueltas.
- Mira – dice una de ellas mientras penetra en el aire con su hermoso dedo índice señalando una ventana con los cristales cerrados distorsionando la luz que sale de adentro seguramente disparada fotónicamente por el gatillo de un flexo, con la gracia de dejar en las cortinas lisas las siluetas de los seres que habitan en la habitación.
- Qué bonito – responde con una sonrisa abierta la otra muchacha, petrificada por la ternura de las caricias que parece otorgar un hombre a una mujer.
Allí quedan largo rato contemplando la escena protagonizada por actores de sombra con su escenario liso de cortina. Las manos grandes y negras tocan con una lentitud anestesiante el rostro de la mujer, pareciera que las manos hacen el rostro de la mujer, pareciera que los labios de la mujer hacen las manos. Los dedos, hábiles y lentos, recorren con una devoción inaudita el rostro que las muchachas contemplan mientras imaginan en sus caras ese roce, no de un dedo, sino prácticamente del aire que mueven las falanges de carne. El hombre entonces la besa, colocando con cautela las manos en torno al cuello, la besa con sumo cuidado, no deja en los labios una prolongación aburrida, sino que vierte besos mínimos y fulminantes como un perfume. Las manos puestas ahora en la mejilla se paran en los ojos, los acaricia suavemente, hendiendo ligeramente el pulgar en las cuencas como con el objetivo de desligar el parpado del ojo hasta llegar al iris mismo, a la silueta del iris irremediablemente negro, como negras son las sombras reflejadas en las cortinas y en los ojos de las muchachas.
Repentinamente, la actitud del hombre cambia, sus movimientos son cada vez más intensos. La ligereza con que sus manos se debatían en el aire tornan ahora a una violencia inesperada. Todo se desfigura, el rostro de la mujer parece deformarse con sus manos que ahora parecen más gruesas y no dudan en introducirse en la boca de la mujer, abriéndole la mandíbula, quedando ésta con esa actitud petrificada de grito contenido. Ese torbellino masoquista llega al paroxismo cuando, repentinamente se ve al hombre desaparecer y a la mujer quietísima con la misma actitud de grito desesperado sin ápice de ruido en sus cuerdas. El hombre regresa con algo en sus manos y, sin conmiseración, hace estallar la herramienta con fiereza sobre la mujer silenciosa. Las muchachas, sin poder hablar, tiemblan de miedo y apenas pueden marcar un número de teléfono.
2 comentarios:
Tu relato es para quitarse el sombrero en cada renglón. No exagero. Un deleite de adjetivos y un buen hilvanado de la historia la cual conviertes de romántica a terrorífica sin apenas darnos cuenta.
Entretenido relato.
Un abrazo.
Exageras mucho, pero gracias compañero. Este relato está basado en un hecho real que me contaron en Zumaia en mi visita al País Vasco, gran tierra. Una vez lo conocí el camino estaba hecho, el resto son palabras.
Un abrazo.
Publicar un comentario