Eran las doce en punto de la mañana y la noche anterior había tenido lugar el cambio de hora. Era un domingo lluvioso en el Paseo del Prado donde intersecta con la calle Atocha y, de repente, de una carne que cruza un paso de peatones salió un relámpago que me partió en dos las cortinas de mi párpado izquierdo. Allí estaba Isel con un precioso jersey de punto gris, fragmentando la gravedad de mi universo en tantas partes como mi ojo era capaz de distinguir entre las suyas. Su belleza extraña, más aún que la de las catástrofes naturales, más aún que la de los ritos salvajes e incomprendidos, me impidió tomar nota en seguida de sus vértices con lo que tuve que invitarla al museo Reina Sofía y ser modista de ella mientras alucinaba o se aburría estrepitosamente entre los cuadros.
La cola kilométrica para acceder al museo me permite darle mi primera impresión de serio, insulso, pedante y payaso. A cambio, ella se muestra arisca, distante y nunca me mira a los ojos mientras habla, con lo que yo aprovecho para anotar mentalmente el color selvático y apocalíptico de sus córneas donde todo el viento y su espacio hacían las veces de remolinos llenos de trampas en las que yo me caía a posta y tan feliz. Le hago subir escaleras y más escaleras para ponerla frente al Guernica de Picasso, un cuadro que nunca ha visto salvo en las ilustraciones. Nada más entrar en la sala se me pierde, se va por entre la gente para colocarse la primera y se tira un buen rato mirándolo, concienzudamente, un minuto ,dos… tragándose toda la guerra civil a cubos de blanco y negro salpicándole las pupilas. Luego me busca y yo sigo mirando el cuadro que es ella, más bonito que los Dalís de después, que los Mirós de más tarde, que los Picassos de ahora. Se me acerca y me sonríe por primera vez y me dice gracias por traerme y ya, de repente no es tan arisca, no es tan distante, no es tan extraña aunque su belleza lo siga siendo y cada día más. Le hablo sin parar de los cuadros, de su significado, de cuándo y cómo, la historia de cada uno se la cuento porque estoy nervioso y cuando estoy nervioso no hago más que hablar y hablar y mientras tanto pienso que estoy aburriendo a la chica, que seguramente esté deseando sobre todas las cosas que me calle de una vez, pero ella los mira, los sigue mirando y qué suerte de cuadros y qué suerte de esferas. La invito a pasear a El Retiro y, en el camino empieza a llover y le da lo mismo porque le gustan los días de lluvia igual que a mí, así que mientras todo el mundo busca refugio nosotros nos metemos bajo el edificio del Forum de la Caixa bajo el pilar invisible de su arquitectura y miramos el ir y venir de los paraguas y ella se queda de nuevo seria infinitamente mirando la lluvia como si contara las gotas y me dice cuánto le gustan los días así.
Entonces, de repente, nos veo cogidos del brazo caminando por El Retiro, me veo con mi excusa de saber leer las manos para tener las suyas entre las mías, de repente acompañarla a casa, de repente echarla de menos, de repente el primer beso y el segundo, de repente un trillón, de repente qué más da el frío si nos andamos abrazando como locos, de repente los primeros bocetos, los poemas ñoños y cutres, los poemas de ojos, de brazos, de labios, de cuellos, de repente Isel, así como si nada.
No hay ni un día desde entonces que haya dejado de verla.
4 comentarios:
Ole tú y vosotros! ;)
Jajaja. Ya veo que eres como yo y no te cortas, aunque en el blog sólo pongo poemas: no soy tan impúdico como tú en ese aspecto. Admiro esa impudicia y, sobre todo, me alegro mucho por ti. Enhorabuena, amigo, que estar enamorado es lo mejor. ¡Ah los días de lluvia! Muy guapa Issel. Hasta de nombre es guapa.
Muchos abrazos.
Me alegro mucho por Tí Pedrico!!bueno y por la chica también, porque está con un encanto de chico además de un artista!estás muy guapos los 2.Espero que ahora solo haya verticalidad :)
Me encantaaaaaa :)
Publicar un comentario